lunes, 1 de diciembre de 2014

REBUSCALLOS






CUENTOS PÓSTUMOS Y TEXTOS REPLEGADOS
DE
CARMEN ANGÁS BACHES


























PRÓLOGO


El día 12 del 12 de 2012, a las doce horas, enterramos en Candasnos a Carmen. Durante más de 40 años fui testigo de su vida y 39 compañero privilegiado. Carmen fue una mujer sencilla y sencillamente maravillosa, se desvivió generosamente por todos y ha dejado un buen recuerdo en cuantos la conocieron. No se hacía valer, era buena y no lo sabía. Salió joven del pueblo, de Candasnos, y empezó a trabajar en la ciudad. Ya jubilada, comenzó a escribir "de oído", como ella decía; es decir, como se toca el piano sin saber solfeo.


 Es autora de una novela corta: "Los Años del Silencio" (en la colección "Amarga Memoria", Zaragoza 2005), sobre el exilio de campesinos republicanos españoles; de una selección de relatos con un guiño de reivindicación feminista, bajo el título "Las margaritas no son inocentes" (en Prames, Zaragoza 2007) ; y de " + Cuentos. Como la vida misma" (mayo 2012) , una colección precipitada y por ende incompleta de cuentos editada para los amigos por quien esto escribe y sin saberlo Carmen. A la que añado ahora, también para los amigos y familiares, esta pequeña colección de "Rebuscallos". He reunido aquí en unas pocas páginas cuanto he hallado en sus papeles y en sus archivos que no esté publicado ya en los tres libros citados, la mayoría relatos pero también algunos artículos y otros textos inéditos.


         Llaman "rebuscallo" en Candasnos a lo que se encuentra rebuscando; en especial a la leña seca y menuda que queda después de llevarse la más gorda y que va muy bien para encender el fuego del hogar: al "encendallo", y cariñosamente a los más pequeños de casa que dan vida y alegría a los abuelos. Y en general a todo lo que se "rebusca", "replega" o "rebaña" después de la cosecha. Como las espigas que se recogen por los caminos que van a las eras o se "respigan" en los campos después de la cosecha. O los racimos que quedan después de la vendimia , antes de meter los rebaños a ramonear o "rebañar" los pámpanos sin dejar nada.
Los rebuscallos de la vendimia nos gustaban mucho a los dos. Hoy recojo solo, de su vida, mis recuerdos y unos textos que quiero compartir con quienes le acompañaron y me acompañan aún en mi camino.


        Zaragoza 12.12.2014









































MUCHAS GRACIAS, AMIGOS Y AMIGAS








          






            Buenas tardes amigas y amigos:
           
           Como ganadora del concurso de relatos del año pasado me han encargado que os dijera unas palabras. Para los que escuchasteis su lectura el año anterior y los que lo leáis cuando os lo entreguen a la salida, veréis que escribo de cosas cotidianas y con lenguaje sencillo. No temáis pues que os suelte ningún rollo.
        
           Empezaré dando las gracias al Servicio Cultural de Ibercaja, cuya iniciativa ha despertado en mí una afición por relatar unas vivencias que andaban perdidas en mi memoria. Aunque también este concurso ha estimulado mi fantasía, pues no todo son recuerdos y algo puse en mi relato que era inventado como podéis suponer. Felicito asimismo a los ganadores de este año y os animo a los demás a bucear en vuestro interior. Os sorprenderán las cosas que todavía sois capaces de hacer. Os animo a sacar los recuerdos de lo más profundo del corazón, como quien echa el cubo en un pozo. A veces cuesta llenar el pozal porque el agua está muy honda (¡llueve tan poco en Aragón!) y tenemos poca confianza en nosotros mismos...


          Nuestra generación ha sido educada en la responsabilidad, el sacrificio y el servicio a los demás. Hemos trabajado y cuidado a nuestros padres. Hemos cumplido con la familia y con la sociedad. Cerrada la etapa laboral es tiempo de descanso y de cosecha, de recoger lo que hemos visto y lo que hemos vivido. Si a alguno de vosotros le queda algún deseo por satisfacer, que se lo regale sin complejos. Seguro que se lo merece.


       Más importante que lo que os pueda decir yo, dejadme que os lea unas frases de una mujer mucho más vieja que nosotras, pero que estuvo viva hasta el final. Decía así:




"Cuando la piel se arruga, el pelo se vuelve blanco
y los días se convierten en años...
Recuerda que el espíritu no tiene edad.
No dejes que se oxide la fuerza que hay en ti.
No permitas que te tengan lástima, sino respeto.
Cuando por los años no puedas correr, trota.
Cuando no puedas trotar, camina.
Cuando no puedas caminar, usa el bastón.
¡Pero nunca te pares!”.

Madre Teresa de Calcuta.




Muchas gracias.













































PRESENTACION
DE
“LAS MARGARITAS NO SON INOCENTES”







         






          Buenas tardes, queridos amigos y asistentes al acto. Muchas gracias por haberme invitado, por abrirme las puertas de vuestra casa y por vuestra presencia.

        
         Si estuviera en Zaragoza estaría flanqueada por mi editor y alguna persona experta en literatura. El editor os animaría a comprar el libro, os diría que los libros son el alimento del alma y la base de la cultura. El otro os diría lo interesante que es este libro y lo bien que escribo. Pero como estoy sola voy a tener que hacer como Juan Palomo: yo me lo guiso y yo me lo como. Tendré que hacer de ponderadora y de vendedora. Bueno todo es broma.



         El libro que os traigo hoy está estructurado con una serie de relatos cortos. Nueve, exactamente. Los hay cortitos, de 5 páginas, los hay de 20 y el más largo de todos ellos no llega a 40 páginas. Por eso no hay lugar a que el lector se canse. Las protagonistas de estos relatos son todas mujeres: Pero no son mujeres célebres. No son científicas, catedráticas ni filósofas. Reinas ni heroínas. No son famosas por los hechos relevantes de su vida. No son modelos que se presentan para imitarlas. A escribir esas biografías ya se dedican los historiadores. Estas mujeres son personas normales y corrientes, como vosotras y como yo. Aquí se habla de las cosas cotidianas, de la vida, de la muerte, del amor, de la soledad, de las difíciles relaciones familiares, las decepciones que da la vida… todo con un lenguaje sencillo, cercano, fácil de leer. Son relatos ligeros y refrescantes, como un gazpacho, vamos. Puede decirse que es un buen libro de iniciación a la lectura, para quienes no tienen costumbre de leer. Lo he presentado en Zaragoza, Huesca, Fraga, Calaceite, Tauste, y en muchos pueblos apoyada por Asociaciones de Mujeres a quienes les ha parecido interesante incluir en sus actividades culturales, ésta de animación a la lectura. El que sean vidas de mujeres en diversas circunstancias de edad, situación y modelo de vida, les da oportunidad de identificarse con ellas, porque son vidas que las sienten cercanas. Mis personajes nacen de la observación de la realidad. Son relatos humanos, y los personajes no son de cartón, os lo aseguro. Me gusta escribir sobre tantas mujeres admirables, cuya vida pasa desapercibida. El título se refiere al primer relato, en que una mujer en una encrucijada encomienda al azar de una margarita la decisión del rumbo que ha de tomar su vida. Aquí hay tipos de mujeres muy definidos:

    
        -Mujeres jóvenes y mayores
-novias ,casadas y viudas
- del campo y de la ciudad
- amas de casa y ejecutivas
-de carácter fuerte y débil
-con arrestos y pusilánimes
-fieles e infieles
-generosas y egoístas.
        Unas son perfectas, como Marisa
-otras están traumatizadas, como Nieves
-o son apasionadas, como María...






      
        Lo que no encontrareis es gente mala. Ya vale que en la prensa y en los telediarios se fijen en los sucesos truculentos, elijan lo peor que pasa en el mundo, que nos asalten con la presentación de hechos degradantes para el género humano.


       
        Nos enteramos de inmediato de todos los horrores que acaecen, aún en los lugares más remotos. Los hechos existen, sin duda. Pero supuesta la dimensión del mundo, creo que el porcentaje de estos actos es irrelevante frente a las vidas amantes, sacrificadas, honestas y decentes de la inmensa mayoría. Pero el bien es silencioso, el mal hace más ruido. Cuanta gente hay dejándose la piel en ayudar a los más desfavorecidos, proteger al débil, buscar soluciones a sus problemas… los micro créditos que permiten subsistir a tantas familias, las ONGS , grupos de médicos voluntarios que se desplazan a África a operar gratis a cientos de personas… eso es una gran esperanza. Pero estas noticias no les importan, prefieren otras más extravagantes o que llamen más la atención… Por eso, porque pienso que son infinitamente más los buenos que los malos en este mundo, me gusta escribir de gente normal y que vive normalmente. No trato a héroes o triunfadores, sino al ser humano medio, los que conformamos la gran mayoría de la sociedad. A mi me cautiva la bondad… me gusta la gente de la que te puedes fiar, eso admiro por encima de todo. No busco impactar, sino conmover. No quiere esto decir que el mundo de mis relatos sea un mundo color de rosa. Mis personajes tienen sus defectos y miserias. Pues la gente que se siente engañada o explotada puede reaccionar violentamente y aquí encontrareis algunos ejemplos. Pero, bueno, en general, son relatos amables. Unos son dramáticos, otros son tiernos y entre todos intercalo alguno con humor, pues el humor es la salsa de la vida.




       
       Es un muestrario de vidas, algunas mujeres están acogotadas, otras se sienten engañadas y optan por dar salidas contundentes a sus problemas. No lo aconsejo. No vayan a acusarme de instigación al asesinato. Al contrario que mi libro anterior “Los años del silencio” que estaba basado en un hecho real, estas historias son fruto de mi fantasía y capacidad de observación. Solo con mirar alrededor y escuchar, el mundo nos proporciona temas sin cuento. Y si no veo nada interesante, me lo invento. Pero son novelas ¿eh? A mi me gusta resolver los problemas con el diálogo, pero tratándose de ficción, se pueden introducir elementos más punzantes que eleven el tono cotidiano que inspira la mayoría de mis relatos.



       
       Me gusta explorar el interior de las personas, sus sentimientos, es como si les hiciera una eco grafía, ahondar en sus motivaciones, escribo sobre el mundo interior, sobre lo que lleva a una persona a tomar las decisiones que cambian su vida. Me gusta ir siguiendo su pensamiento de forma intimista y todo está tramado de recuerdos y vivencias propias, de historias escuchadas muy realistas, pero también me gusta saltar a la fantasía, muchos de estos relatos no tienen nada que ver con mis recuerdos ni experiencias, son pura imaginación. Escribo sobre lo que conozco, de una forma escueta. Si hablo de los pueblos, del campo, de las costumbres de antaño, lo hago con conocimiento de causa. Me he criado en un pueblo y sé de lo que hablo. No me gusta dar vueltas, ni perderme en párrafos farragosos, ni llenar páginas sin sentido. Voy a lo esencial, a la sustancia, al grano, como decimos en Monegros. En definitiva estos relatos son el resultado de lo que vivo, lo que leo y lo que invento.
Creo que cuando se habla de lo que se conoce, de sí mismo, de su tierra, de la sequía, de la lluvia, del egoísmo, de las esperanzas, de las fantasías, de los condicionamientos políticos o religiosos, cuando uno habla de la vida con sinceridad, sin querer aleccionar a nadie ni preconizar filosofías o transmitir mensajes, cuando esto se hace con humildad y sobre todo con una visión proporcionada de las cosas, creo que lo que dice está al alcance de todo el mundo y todos pueden identificarse con su lectura.
Algunos relatos son dramáticos, verdaderos dramas. Otros son divertidos, pero no son tan simples como puede parecer a primera vista. Todos tienen debajo algo más de lo que parece. Llevan su carga de profundidad. El relato de “La boda” no es solo una crónica alocada de la que se arma en una familia cuando se casa a una hija. El estudio de los personajes te dice que allí todo el mundo va lo suyo sin escuchar al otro, son compartimientos estancos. Se puede ver el mundo de la incomunicación, y por que no, también del egoísmo.



     
          El título de “Las margaritas no son inocentes” se refiere al primer relato. Me gusta poner títulos que incitan la curiosidad: Las margaritas no son inocentes, De color caramelo tostado, Las polillas, Un maestro y dos ratones, Un gato llamado Otelo… Todos estos títulos en ningún momento descubren de qué va a tratar el relato. El más largo de todos ellos es “Adiós, Juan” de tema netamente rural. Este se desarrolla en un pueblo del principio al final, y podréis ver al principio al hombre con su carro y las mulas y terminar subido en un tractor. Encontrareis referencias, recuerdos y costumbres que os resultarán familiares. La protagonista de este relato es María, mujer de un gran carácter, apasionada, fiel y con un amor desbordado por Juan, al que supedita todo. En cierto modo, enlaza con la tragedia griega, la Medea, de Eurípides, símbolo de la mujer locamente enamorada de Jasón, Los otros relatos se desarrollan más en la ciudad y algunos pueden ser de cualquier sitio. El que se titula “De color caramelo tostado” es un relato basado en el atentado de Atocha. Emociona el muchacho herido que le dice a la mujer que le auxilia: “Debía estar prohibido morir en primavera…” y ante el estupor de ella, añade: “Y debía estar prohibido morir a los 18 años”. Yo también me adhiero a esa prohibición. También la historia de la protagonista es ficción, no conozco a nadie víctima de aquella masacre. Cuando fui a Madrid a recoger el premio, pues este relato me lo premiaron en un concurso al que lo presenté, pasé por la estación de cercanías de Atocha y dejé un mensaje en el panel que estuvo allí para recoger el sentimiento y el dolor de la gente. Fue mi personal homenaje. Hace unos meses estuve en Madrid y fui a ver el monumento a las víctimas inaugurado ya hace un año, El bosque de los ausentes, dedicado a las víctimas de aquella masacre. Recomiendo su visita porque es un lugar conmovedor. Es una pequeña colina plantada con tantos cipreses como víctimas hubo. Paisajista, arquitecto o jardinero, quien sea que lo diseñó, tuvo una gran sensibilidad porque el lugar impresiona. “La casa de las viudas” es el retrato de la soledad, el de tantas mujeres que se quedan solas, lo que nos acecha a todos en esta  sociedad, en las ciudades más que en los pueblos, donde el anciano no tiene sitio. Muchas se identificarán con él. En “Marisa number one” se alerta contra el exceso de perfeccionismo de la mujer en la casa que lleva a hacer la vida imposible al marido. En “El testigo mudo” hay una mezcla de poesía y misterio que no quiero desvelar. “Las polillas” son la bondad, la actitud ética ante la vida. Y “El miedo” es el trauma que sufre una mujer y que no sabemos si superará con los años.





        
        A mí siempre me ha gustado escribir. Recolectar con paciencia de agricultor recuerdos, sueños y fantasías. Y me siento más cómoda en el relato corto. Tengo cuentos cortísimos, de una sola página. Lo más largo que escribí fue el otro libro que me publicaron: ”Los años del silencio” que tenía 85 páginas. Que por cierto, me dijeron: “Me ha gustado mucho tu libro, pero te has esforzado muy poco” Y yo le dije, no me digas eso. Te aseguro que me he esforzado todo lo que he podido y que he puesto toda mi alma en ese libro. Si no he hecho más, es que no doy más de sí. Y me dice: No, no, si me ha gustado mucho, pero que te has quedado corta, que podías haber escrito mucho más, contar muchas más cosas. Bueno, eso ya me satisface, cuando el libro se hace corto es una buena señal. Lo malo es cuando se cae de las manos. También me dijo otra señora: Mi marido no lee más que la revista de Caza y Pesca y tu libro lo cogió y no se fue a dormir hasta que lo terminó. Este era el primero, pero se agotó la edición.



    
       Poco antes de jubilarme se me ocurrió presentarme a un concurso de relatos de Ibercaja y me dieron el primer premio. Eso me animó muchísimo y cogí carrerilla, se despertó en mí una afición por relatar unas vivencias que andaban perdidas en mi memoria. Se estimuló mi fantasía porque claro, todo no son recuerdos, mucho se pone en los relatos que es inventado como podéis suponer. A veces la vida te ha puesto en un marco y tú discurres obediente dentro de él. Pero si no estás muy contento con tu vida, siempre es tiempo de desperezarse, mover los codos, romper el marco y hacer otra cosa que aquellas a las que parecías predestinada. Dice Dario Fo, Nóbel de Literatura que una de las peores cosas que les puede suceder a las personas es dejarse abatir por la edad, retirarse a una especie de limbo, hacia la nada. Lo peor que les puede suceder es salir de la vida. Yo he procurado no salirme, al contrario, porque en la madurez se descubren capacidades dormidas. Y es que nunca se puede dar la vida por acabada, yo buceé en mi interior como quien echa el cubo en un pozo. A veces cuesta llenar el pozal porque el agua está muy honda y tenemos tan poca confianza en nosotros mismos… pero al final todos tenemos dentro más de lo que creemos. Y es que las mujeres somos muy hormiguitas y capaces de hacer grandes cosas. No lo olvidéis. En la India donde nació el Banco de los pobres, los créditos se dan a las mujeres, que los devuelven puntualmente y crean modestas empresas con las que sacan adelante a sus familias. La mujer en esos países es el puntal de la familia, el marido a veces los abandona, pero allí está la mujer para sacar a todos adelante y dar de comer a sus hijos.
(Los mineros polacos…)


     
        A veces oigo cosas y me entran ganas de darles forma, cuerpo y nombre, intuyo cuando un hecho es interesante y merece la pena contarlo. Quiero señalar que aunque es un libro de historias de mujeres, no tiene pretensiones feministas. Yo escribo sobre todo. De hecho, en “Los años del silencio” el protagonista es un hombre y tengo varios relatos más cuyo protagonista es el hombre. Quede claro pues que no es un libro de reivindicaciones feministas. Defiendo a la mujer y creo profundamente en sus capacidades. Pero no soy una feminista al uso. Hace un par de meses.. ( concurso de Angeles Masttreta de “Maridos” todos jugadores, borrachos e infieles). Hace unos días también leí la crítica que hacían en Heraldo a un libro de una escritora aragonesa, feminista radical. Según el crítico, “es una novela sórdida, claustrofóbica, un drama abrupto, donde dice que los hombres todo lo entorpecen y estropean y lo único bueno que hacen es morirse pronto o largarse lejos”. También le llama la atención al crítico la humanidad de los personajes femeninos frente a los masculinos que son, salvo un par de excepciones, siniestras, grotescas o patéticas siluetas”. Bueno, yo por ahí no entro, me niego a dividir el mundo entre buenos y malos y menos en halcones y palomas. Además, las margaritas no son inocentes, y las mujeres tampoco lo somos.


     
        Me lo paso muy bien escribiendo. Así como la vida te lleva por donde quiere y muchas veces por donde tú no quieres, yo cojo los personajes y muevo los hilos de su vida como los de las marionetas: los caso o los separo, los hago triunfadores o perdedores. Tejo el cañamazo de su vida como las encajeras cruzan los hilos de los bolillos. Eso me compensa, mando en la vida de mis personajes, por lo que no puedo mandar en la mía.



        
       Las mujeres de nuestra generación y veo que aquí hay alguna, hemos sido educadas en la responsabilidad y el servicio a los demás. Hemos trabajado y cuidado de nuestros padres. Las que los tenéis, de vuestros hijos y ahora de vuestros nietos. Hemos cumplido con la familia y con la sociedad. Cerrada la etapa laboral es tiempo de descanso y de cosecha. De recoger lo que hemos visto y lo que hemos vivido. Si a alguno de vosotros le queda algún deseo por satisfacer, que se lo regale sin complejos. Seguro que se lo merece.



        
         Si nos comparamos con mujeres de países subdesarrollados, somos inmensamente afortunadas. Disfrutamos de unos derechos, una libertad y un nivel de vida envidiable. Pero todavía en nuestra sociedad hay mujeres esclavizadas, que no pintan nada, que no han hecho más que trabajar toda su vida como mulas y han recibido muy poco. Os voy a contar una anécdota , la de Rosa, centro cultural de adultos.. jurado, flores, diploma, en esta vida… un minuto de gloria.



          
        Bueno, ahora tengo que decir algo de parte de mi editor, si no me expongo a una reprimenda. Para los que os apetezca, el libro se vende en la entrada . Os animo a leer porque se disfruta y se aprende. Se pueden elegir mil actividades, cada cual sabe para las que está más dotada, pero no deberíamos ir ningún día a dormir sin haber leído algo. La TV nos da las cosas masticadas, es adormecedora, adoptamos ante ella una actitud pasiva. O excitante, cuando llegan los anuncios, la prisa, las explosiones nos altera, hasta nos debe subir la tensión. Leer requiere esforzarse, obliga a discurrir, pero este esfuerzo activa las neuronas, pone en marcha los circuitos que están oxidados. Leer produce mucha satisfacción, amplia nuestros conocimientos, enriquece nuestro lenguaje, nos pone en contacto con otras vidas, abre horizontes. Os recuerdo también que un libro siempre es un buen regalo. Ahora que nos rompemos la cabeza cuando hemos de regalar algo, pues todo el mundo tiene de todo, un libro es una buena opción. Este u otro.


         
       Para que no digáis que solo hablo de mujeres y más importante de lo que os pueda decir yo, dejadme que os lea una carta de un hombre, un escritor, que cerca de la muerte hace un canto a la vida. La dedico principalmente a las personas de mi edad, mujeres y hombres. Las jóvenes entre tanto, pueden mirar al techo, pues esto lo tienen muy lejos. Pero si algo tienen seguro es que llegarán, como hemos llegado nosotras. Decía así:
“Si pudiera vivir nuevamente mi vida
en la próxima trataría de cometer más errores.
No intentaría ser tan perfecto, me relajaría más.
Sería más tonto de lo que he sido,
De hecho, tomaría muy pocas cosas con seriedad.
Sería menos higiénico, correría más riesgos, haría más viajes,
Contemplaría más atardeceres, subiría más montañas, nadaría en más ríos.
Iría a lugares donde nunca he ido, comería más helados y menos habas,
Tendría más problemas reales y menos imaginarios.
Yo fui una de esas personas que vivió sensata y prolíficamente cada minuto de su vida; claro que tuve momentos de alegría.
Pero si pudiera volver atrás trataría de tener solo buenos momentos.
Por si no lo saben, de eso está hecha la vida, solo de momentos;
No te pierdas el ahora.
Yo era uno de esos que nunca iban a ninguna parte sin un termómetro, una bolsa de agua caliente, un paraguas y un paracaídas,
si pudiera volver a vivir, viajaría más liviano.
Si pudiera volver a vivir, comenzaría a andar descalzo a principio de la primavera y seguiría así hasta concluir el otoño. Daría más vueltas en calesita, contemplaría más amaneceres y jugaría con más niños, si tuviera otra vez la vida por delante.
Pero ya ven, tengo 85 años, y sé que me estoy muriendo" (Fin de la cita)

JORGE LUIS BORGES




       
        Y yo os digo:

       
        Miremos el lado bueno de la vida, procurando mantener esas pequeñas cosas que nos hacen disfrutar. Es imposible atravesar la vida sin que algo nos salga mal, nos decepcione un amigo, se nos muera alguien, se nos fastidie la salud… pero eso es el coste de vivir. Pero no hay nada que amargue la vida de alguien para siempre. Hagamos caso a Jorge Luis Borges y vivamos alegremente, con optimismo, cogiendo lo bueno que nos ofrece el día que lo malo ya llega solo, sin avisar, y no podemos huir, nos pilla al descuido, a la vuelta de una esquina, de noche, como un aire traidor…. Esa enfermedad súbita, esa muerte que no toca y que nos pone repentinamente contra la pared… nos hace ver que somos seres frágiles, indefensos, que tenemos que apoyarnos en los otros. Y ese apoyo, normalmente, se recibe de la mujer, que cuida a los que ama, apoya, pone paz….seamos pues agentes pacificadores de la vida.

          
         En literatura es difícil ser original, en veinte siglos está todo escrito y a la perfección. Tanto los argumentos, como el tipo de los personajes. Se puede variar pero es muy difícil ser original. Yo trato de analizar los sentimientos y las vidas de los personajes desde un ángulo más personal, más íntimo, que haga que el lector se identifique con ellos, que se encuentre reflejado. Si se consigue eso me sentiré satisfecha. He disfrutado mucho escribiendo, pero mi satisfacción y mi alegría serán redondas si consigo la mitad que me falta: que lo pasen bien mis lectores, como espero y que disfrutéis mucho leyendo lo que para vosotros he escrito con tanto gusto.

         
         Muchas gracias por vuestra asistencia, espero que os guste mi libro y… larga vida a las asociaciones de mujeres que llenan de vitalidad y actividades la vida de los pueblos. y no dejéis en vuestros programas de incitar a la lectura, porque el progreso económico se queda cojo si no va acompañado del progreso cultural.































REFLEXIONES DE UNA MUJER
DEDICADAS A LOS HOMBRES




    


  


        Ahora que tanto se maneja el tema de la liberación de la mujer, voy a tocarlo a nivel muy doméstico , de andar por casa. Dejo a para los especialistas las cuestiones ya sabidas del Derecho Penal con su discriminación en cuestiones de adulterio, o la Ley de Peligrosidad Social, aplicada solamente a la mujer en caso de prostitución, cuando tanto en un caso como en otro el delito no existiría sin la colaboración del hombre. La administración de los bienes gananciales en el matrimonio, de los que el hombre pude disponer libremente, mientras ella necesita de su permiso. La patria Potestad sobre los hijos concedida al marido....y otras cosas. Yo voy a descender al nivel de nuestra vía diaria en la que el hombre y la mujer pueden ir cambiando modos y costumbres que refrendarán las leyes o forzarán su promulgación. Porque de nada sirve pedir liberación, igualdad y participación de la mujer en la sociedad si, luego, de hecho, persisten las costumbres que hacen imposible el despegue hacia la libertad.

    
        A mi me llama poderosamente la atención la estrechez de horizontes en que se desenvuelve la vida de muchas mujeres. Todo su ámbito es el hogar: compras, comidas, pañales y como desahogo el embellecimiento de la casa en plan consumista. Se pueden pasar todas las tardes de un mes recorriendo tiendas para elegir una cortina o cubrir un radiador. Si les hablas de problemas sociales o políticos , de asociaciones en las que podamos luchar por los precios , guarderías o problemas del barrio,la incomodidad y la desazón son manifiestas. El mundo no es cosa suya, lo suyo es la casa. "¿Qué líos son esos? Si acaso lo consultaré con mi marido"



         Reflexionando sobre todo esto, repasaba el papel de las mujeres - de algunas mujeres- en la casa. Su primer trabajo de la mañana consiste en deshacer y hacer las camas, recoger ropas sucias y tiradas desconsideradamente, limpiar cuartos de baño y retirar restos de desayuno que los reyes de la creación han dejado esparcidos sobre la mesa. Examinémoslo con ojos críticos. ¿Habéis visto un panorama más desolador? Una mujer que actúa así todo el día queda condicionada psicológicamente. Hace un papel de sirviente y le queda un espíritu como tal.



        ¿Cómo es posible, hombres, que no os sonroje terminar de comer y sentaros a leer o ver la tele, mientras ella va y viene llevando platos? Lo veis y no lo veis. Es decir, lo veis y no lo comprendéis. No comprendéis que con esa actitud mantenéis un sistema que egoístamente y a corto plazo os va bien; pero a largo plazo, amigos, las cosas no van por ahí. Si no ayudas a tu mujer (tú y los niños en pequeñas cosas desde que puedan) a simplificar la carga de la casa , si permites que todo recaiga sobre ella, si te haces servidor, si es ella la que se queda siempre con los niños, mientras tu, aparte de tu trabajo, dedicas tus horas a una actividad política 8muy compensadora en estas momentos en que estamos deseosos de aportar nuestro esfuerzo al cambio) no te extrañes de que esa vida le lleve a una frustración con su séquito de nervios, malas caras y oposición tiránica a tus actividades. Si tu mujer no avanza contigo, y para eso hay que darle las condiciones, será un peso para ti: un peso muerto. Cuando debería ser aliento, comprensión y estímulo.



        
      Las labores de la casa son ingratas. Ya hace tiempo que la mujer ha desertado de ellas prefiriendo la fábrica como lugar de trabajo. Y no será porque sea menos duro, pues en la casa cada vez hay más comodidades. ¿Que ocurre entonces? Pus que en las labores domésticas no hay un intercambio de servicios en plano de igualdad, sino una persona que sirve y otra que es servida. Si el personal para estos trabajos a sueldo se extingue y el "ama de casa" se está cansando de realizarlos, habrá que pensar en otras soluciones.



       
       Dentro de unos años, en esta sociedad socialista en la que soñamos, en la que no haya ni amos ni esclavos, sino personas en pie de igualdad que intercambien sus servicios de acuerdo con sus aptitudes, nos avergonzará la naturalidad con la que nos dejábamos servir por otro ser humano. La estructura social que pensamos construir, horizontal, sin clases, ha de empezar por la familia. La casa deberá ser labor de todos y derecho de todos el tiempo libre para cultivarse y participar en las tareas de construcción de la sociedad. Los niños deben crecer en un ambiente familiar de colaboración servicio para que luego se inserten con naturalidad en una sociedad sin privilegios para nadie. No debe terminar su aprendizaje con saber comer y vestirse, hay que llegar más lejos. Estos caciques que hoy pululan por ahí y a los que es imposible "convertir", proceden seguramente de un ambiente, rico o pobre, donde otros se sacrificaban por ellos ( la madre) y encuentran luego natural que en la sociedad lo mejor sea para ellos y los demás les sirvan como están acostumbrados. Y estas mujeres encogidas, sin proyección social, sin haber descubierto su papel renovador en la sociedad, lo son porque nadie las ayudó , las animó, ni les dejó tiempo libre para concienciarse.



(Artículo publicado en Aragón Socialista , órgano de expresión del PSA, el día 12 de Octubre del año 1977. Número 0 de la Época II de dicha la publicación )




































EL BASTIDOR

















         Darse una vuelta por el Rastro de los porches del Mercado el domingo por la mañana es una de las cosas divertidas y curiosas que se pueden hacer en domingo a contemplar la mercancía a los compradores. Los cuatro puestecitos que inauguraron el Rastro con monedas y antigüedades se han ido ampliando hasta la esquina de Conde Aranda , han pasado al otro lado de la calle, han llegado a las murallas y ahora ya las sobrepasan. El rastro se ha convertido en un espectáculo variopinto y con una enorme afluencia de público. No sé por qué el Ayuntamiento no acepta la propuesta de la Asociación del Casco Viejo de prohibir el tráfico de 10 a 2 para que ese espacio sea definitivamente de la gente en esas horas. Estos puntos de encuentro que nacen espontáneamente hay que favorecerlos , pues en la ciudad no abundan las posibilidades de encuentro y allí les aseguro que lo hay. No encontrará un sitio más fácil para empalmar con su vecino o el comprador comentando lo que allí se expone. Y no digamos ya la atracción que supone para nuestros hombres del campo, ahora jubilados y que están en Zaragoza "con la hija". Esto es lo más parecido a la plaza del pueblo y aquí se encuentran con otros que comparten con la misma pasión el tema de su vida: el campo. "¿Qué, ha llovido por allá?" ; "me ha dicho el chico que este año se han helado las almendras"; "pues en mi pueblo las viñas están apuradas..." Esto dónde están colocados los hijos y la pensión que cobran...", y vuelven a casa nuevos. Porque la comunicación es vital.



       
       Con la expansión del Rastro y desaparecidos los artículos alimenticios por razones obvias de sanidad, se puede usted vestir de los pies a la cabeza, llevarle un ramo de flores a su mujer o comprar un montón de tebeos a los chicos por menos de la mitad de su valor. Y la ente no tiene inhibiciones, no crea. Detrás de ti se están probando unos zapatos a la pata coja y en tus narices una señora se está embutiendo un jersey sobre todo lo que lleva. Más difícil lo tiene ese señor que quiere comprarse un bañador y permanece dubitativo ante el vendedor quien le asegura que, desde luego, esa es su talla.



     
      Hoy hay gente nueva en la plaza. Una furgoneta ha descargado pequeños mueblecitos de junco y junto a ellos todo lo imaginable en madera, juguetes, cajitas, sillas de anea de todos los tamaños (¿qué crío no ha tenido una o ha luchado por arrebatársela a otro?) , saleros , huevos (¿quién zurce hoy calcetines con esos huevos?) y bastidores.





       Observando todos esos objetos me siento trasladada a a otra época , y en aquel momento se detiene junto a mi un matrimonio con una niña de unos once años. El padre, muy digno, señala el bastidor y le dice a su hija: "Eso tendrías que comprarte, para que aprendas". La niña mira aquel aro de madera con patas entre escéptica y fastidiada y luego a su padre con una total incomprensión. El señor, reafirmado en su actitud le dice: "¿No sabes lo que es , verdad...? Tú... (eso va para su mujer) explicale a tui hija lo que es eso". Dios mío, pienso yo, solo por presenciar esta escena ha merecido la pena pasar calor, empujones y exponerme a ser atropellada por un coche.


El señor lleva sobre sus hombros siglos de comportamiento igual. Los mismos que le separan de su hija. Algunos objetos que había en aquel puesto también me han recordado mi niñez. El huevo de madera para zurcir calcetines que mi abuela tenía en su casa de costura era objeto codiciado para jugar por la finura que había adquirido con los años. Y también fue causa de algún cachete porque entonces las cosas eran para lo que eran, no para jugar.


        Este señor, evidentemente, también pensó en su niñez. Y en las sumisas mujeres de aquel tiempo. Toda una concepción secular de la familia, la mujer en su papel, lo seguro, lo que debe ser, debió golpearle a la vista de aquel bastidor tras el que sin duda vio la obediencia sin rechistar, el sacrifico de toda la vida (normal,¿no?) y el ideal en que se crió y que sin duda no ha podido reproducir en su familia. Me dio un poco de pena el señor, porque toda aquella vida ya no la va a recobrar y no parecía muy dispuesto a aceptar la de hoy , con su carga de ventajas e inconvenientes.


       (Publicado en el periódico El Día, el domingo 17 de julio de 1983)


















VICTORIA



         Doña Pilar estaba sentada en una butaca del salón junto al balcón. Era una mujer alta, de pechos prominentes, cara pecosa y cabello pelirrojo muy corto. Tenía unos cuarenta años, era guapetona, lo sabía y se lo creía. Le gustaba contemplarse. Vestía un camisón de raso color malva con una bata a juego, desabrochada, que dejaba ver su hermoso escote y parte del nacimiento del pecho. Disfrutaba observando las miradas de reojo que le dirigía el portero que no sabía al hablarle donde fijar la vista, porque para su sofoco, siempre iban a parar al imponente busto de la señora. Tenía la costumbre de llevar semi-desabrochada la bata y no pensaba en cubrirse y cuando su hermana le decía que se ajustara la bata que al portero se le hacían los ojos chiribitas, le contestaba con desenfado: “¡Déjalo que mire! No lo va a catar...” A su marido le hacía gracia su descaro y cuando se ponía provocativa, aún le gustaba más. Llevaba las uñas pintadas de rojo fuego y entre los dedos jugueteaba con un cigarrillo rubio. Expiraba el humo y miraba a través de él a la chiquilla que el portero le presentaba. Le había pedido que le buscara una muchacha, pero le traía una criatura canija que no sabía ella de qué le iba a servir.


-¿Cuántos años tienes?

-Catorce

-¿Catorce? Hija mía no representas más allá de once o doce. ¿Has servido en alguna casa?

-No, señora. Ayudaba a mi madre porque soy la mayor de cinco hermanos.

-¿ Y como te llamas?

-Victoria –articuló tímidamente la chiquilla encogiéndose sobre sí misma.



        Doña Pilar arrugó la nariz y meneó la cabeza con desconfianza. La chiquilla la miraba fascinada, sin poder separar sus ojos de aquellas uñas rojas y el cigarrillo que sostenían. Recién llegada del pueblo, llamada por el portero de Velázquez 115, para servir en la casa de unos señores de mucho postín, aquel ser rural trasplantado a una casa de lujo, miraba a la señora y le parecía una diosa. Vestida con su bata de raso, envuelta en el humo del cigarrillo y con el sol del balcón que le daba por detrás hasta parecía tener una aureola como la Virgen de su pueblo. Ella, en cambio, recibía el sol de cara que la presentaba en toda su descarnada pobreza. Delgada, con un vestidito de percal y una cara en la que sobresalían unos ojos oscuros, enormes, pero un poco vacunos. Eran tan grandes que más bien afeaban que hermoseaban su cara, porque era algo desproporcionado el tamaño de aquellos ojazos en aquella carilla enjuta.



        Doña Pilar observó aquella pieza y sopesó si podría sacar algún partido de ella. El portero, obsequiosamente, le decía que era delgada pero fuerte, que estaba acostumbrada a trabajar y a obedecer y que la señora podría pulirla y enseñarla y vería como quedaba contenta. Que él respondía de que era honrada, que ya podía dejar todos los cajones abiertos que jamás le tocaría nada, que...



     - Esta bien, Nicolás –interrumpió Doña Pilar- No sigas. Me la quedo un mes a prueba, si no me gusta, te la volverás a llevar. Mañana a las nueve que venga. Dentro de un mes operan a Tomasa, así que tiene un mes para aprender, y luego tendrá que arreglárselas sola.



       - ¡Eladia! gritó. Y en la puerta del salón apareció una mujer joven, de rostro aniñado y ojos bondadosos. Rezumaba pulcritud y sus gestos eran suaves, como su voz. Los ojos claros, casi transparentes. Era más pequeña que su hermana y como ella
ostentaba un exceso de pecho. Pero así como Doña Pilar gustaba de exhibirlo y retiraba con gesto afectado la ropa para ostentar aquel escaparate en todo su esplendor, Eladia llevaba como una cruz aquella desmesura y un gesto muy suyo era montar uno sobre otro los delanteros de su chaqueta de punto y cruzar los brazos apretándolos sobre el pecho.



      -¡Eladia! Vas a terminar jorobada con ese vicio de querer esconder lo que tienes. Haz el favor de enderezarte, te he dicho mil veces que no cruces los brazos así. Dios mío y que paleta eres, que poco te pareces a mí. Monja debías irte, un buen hábito escondería ese cuerpo que tanto te apura mostrar. Mira –dijo cambiando de tono- esta chica que nos ha traído Nicolás ¿tu crees que podrá con la casa?



       - Si, mujer, tampoco tiene que llevar pesos ni hacer grandes esfuerzos. Tomasa le enseñara nuestras costumbres. ¿Te gustaría quedarte?



       - Si señora. No tendrá queja de mí –contestó casi sin voz-   Su mirada iba de la una a la otra, angustiada de que no la quisieran.



        A la mañana siguiente Victoria se presentó a las nueve en punto en la casa con un pequeño hatillo de ropa, sus menguadas pertenencias. Le asignaron un pequeño cuarto interior, alargado y reducido, con una ventana que daba al patio de luces. El mobiliario era escueto, cama, silla, mesilla y un armario. A ella le pareció espléndido. Era la primera vez que iba a disfrutar de una habitación para ella sola. Tomasa resultó ser una buena mujer que prometió enseñarle las costumbres de la casa, ir a la compra y hasta guisar. A doña Pilar debía llamarla señora. A D. Lorenzo, señor. Y a la señorita Eladia, pues eso, señorita. Y esos eran todos los que habitaban en la casa.



         A la señora le llevaban el desayuno a la cama a las diez. Luego le hacía la lista de la compra y bajaban a comprar. Después la limpieza, la cocina, en fin lo normal de una casa. Victoria pensaba que lo normal sería para ella, que si viniera de una casa humilde de un pueblo de la Andalucía profunda, con un padre medio año jornalero y el otro medio parado, no le parecería tan normal.
         
         A las diez, después de seguir atentamente las operaciones de Tomasa preparando el desayuno, la siguió a la habitación de la señora. La devoraba la curiosidad de ver su dormitorio y no le defraudó. Entraron después de llamar y la niña corrió las cortinas mientras Tomasa depositaba la bandeja en la mesilla. La cama era suntuosa, todo eran rasos y sedas y la señora estaba incorporada con dos almohadones colocados en su espalda y la miró con ojos soñolientos:



- ¿Quién es ésta?

- Es la nueva, señora. La que me sustituirá a mí

- No se por qué la cogí ¿ves tú que poca cosa es? Esta casa es muy grande.

- No se apure señora que yo la enseño bien.



        La casa era muy grande. Tenía dos hermosas habitaciones a la calle con tres balcones. Dos de ellos correspondían al salón comedor donde estuvo la tarde anterior y el otro al dormitorio de la señora. Se retiraron y Tomasa la instruyó: La señora a veces se levanta con muy malhumor, porque no está buena, tiene un padecimiento de corazón. Y entonces no hay quien la aguante. Lo mejor es callar y esperar que se le pase. A las dos viene a comer el señor y ya verás, ya verás como no le queda rastro del malhumor. Se arregla y lo espera como si aún fueran novios



        D. Lorenzo era un hombre alto, fornido, de ojos pequeños y astutos y una nariz grande y aguileña. El pelo peinado a la fuerza hacia atrás, se desmarcaba a veces de la rigidez del fijador y caía revuelto hacia los lados, dándole cierto aspecto de león. Las manos también eran desusadamente grandes. Manos grandes, de trabajador, que podían levantar el mundo. Cuando las elevaba, a Victoria le recordaba una pintura que había en la capilla de su pueblo que representaba a Sansón levantando las columnas del templo. Las mujeres del pueblo cuestionaban aquella pintura porque Sansón no era un santo, pero el cura decía que había querido representar el esfuerzo de todo el pueblo por reconstruir la ermita. Y además, no estaba en el recinto sagrado, sino en el pórtico enmarcado por las columnas del porche. Todo un símbolo, decía él. D. Lorenzo estaba locamente enamorado de su mujer y lo que ella hacía o decía, era ley para él. Le parecía la mujer más hermosa de Madrid, la más ingeniosa, divertida e inteligente. Era la dueña indiscutible de aquella casa y su voluntad era acatada por todos.



        Eladia era veinte años menor que doña Pilar. Cuando tenía tres años murió su madre y Pilar que acababa de casarse se la llevó a vivir con ella. A pesar de que la adoraba, tampoco ella se libraba de sus cambios de humor: la quería, la controlaba, se burlaba de su ingenuidad, la hacía objeto de sus pullas... Cuando Victoria llegó a la casa, se dedicó a ella y Eladia disfrutó de cierta libertad.



        Pese a la desconfianza de la señora, Victoria aprendía rápidamente cuanto le enseñaban. Era voluntariosa y lista y demostró un tacto desusado en manejar los cambios de humor de Doña Pilar. Aguantaba estoicamente sus amonestaciones, muchas veces injustas y esperaba impasible a que escampara el mal humor. Intuyó que para su dueña era más importante estar bien arreglada cuando llegara su marido que comprobar si había quitado el polvo. Y a ello se dedicaba. Le pintaba las uñas, le masajeaba las piernas, y más que chica para todo se convirtió en su doncella. Su salud empeoraba, pero con un arrojo encomiable, se vestía, se pintaba y esperaba a su marido sonriente, como si no hubiera pasado un mal rato.





















SUEÑOS DE GRANDEZA









         D. José Sánchez Rodríguez se moría. Es un destino reservado a todos sin excepción, pero él que había pasado toda la vida trabajando no había tenido tiempo de pararse a pensar en esa obviedad, eso que les pasaba a otros y que no entraba en sus cálculos que le pasara a él. Había dominado su vida, la de su mujer y sus hijos. Había dominado los negocios, no había pensado en nada más que en engrandecer la modesta fábrica de chocolates que montó el sólo y que hizo prosperar embarcando a toda la familia en la aventura. Se había fijado una meta y la había alcanzado: ser un empresario respetado en la pequeña ciudad de provincias en la que había nacido. Saber que le admiraban, que le envidiaban, que se preguntaban cómo un hombre que venía de modesto dependiente de una pastelería había llegado a montar una empresa con 200 trabajadores y un producto reconocido por su calidad. Estaba orgulloso de sí mismo, la idea había sido suya y también el olfato que le hacía adelantarse a las tendencias y los gustos de la gente. También reconocía que sus hijos le habían ayudado bastante. Juan, el mayor, se encargaba de compras, ventas y contabilidad. El sí entró con gusto en la fábrica y creyó en los sueños de su padre. Ahora, con la ampliación del negocio, ya tenían departamento contable y se encargaba únicamente del trato con los clientes. Pero D. José supervisaba todo, no se podía tomar la más mínima libertad pues el dueño absoluto, el que controlaba el negocio y decía la última palabra era su padre.



       D. José dormitaba y soñaba. Le habían dado una pastilla calmante y miraba hacia atrás, entre la nebulosa relajada de su duermevela y veía y se admiraba de cuanto había logrado en su vida. Sólo con su trabajo y su inteligencia, con su visión de los negocios. Sonrió blandamente y recordó que Juan siempre le había obedecido fielmente. Era un buen administrador y sabría llevar la fábrica adelante, alcanzaría cotas más altas que las que él había logrado.



       José María, el segundo, era menos serio, más fantasioso. El quería estudiar para químico, pero no tuvo en cuenta sus deseos. Le colocó una bata blanca y lo metió en la fábrica sin dejarle rechistar. Con el tiempo llegó a encariñarse con el trabajo y hasta fue útil para el desarrollo de los productos. Suya fue la idea de hacer bombones de sabores hasta entonces desconocidos. Cuando vio que sus ideas eran buenas y se vendían bien, le permitió ir a Suiza, a Bruselas y de allí trajo ideas innovadoras que revolucionaron el mercado. Enseguida las imitaron, pero su marca había sido la primera, tenía prestigio y continuaron a la cabeza de las ventas. Era imaginativo, sí, pero... él quería ir a lo seguro. La mayoría de las acciones del negocio serían para Juan.


        
         Conchita, la pequeña, era blanca y delicada, tenía verdadera pasión por la música y su ilusión era ir al Conservatorio, pero su padre también la necesitaba en el negocio y no hizo caso de sus ruegos. Primero trabajó en las oficinas y más adelante, cuando el negocio iba pujante abrió una pastelería en la calle Mayor. Un local de lujo, donde Conchita era otro lujo. Un “bombón” como los que ella despachaba. Su espíritu artístico se limitó a envolver las cajas con papel dorado y colocar con esmero un hermoso lazo de seda. Tuvo clientes que se demoraban en hacer mil preguntas sobre la calidad del producto mientras la miraban extasiados. Después de envolver la caja de bombones y colocar el lazo, entregaba el paquete con una sonrisa y ya, al pobre cliente le podía pedir hasta la cartera. Alguno, tuvo adicción al chocolate gracias a la hermosa criatura que se lo vendía. Pero ya se encargó su padre de hacerles comprender que estaba fuera de su alcance.



       Al cumplir los catorce años y terminado el ciclo de estudios elementales, su padre le puso una bata blanca y lo colocó a trabajar en la modesta fábrica de chocolates que estaba levantando con esfuerzo, de la nada, en aquella pequeña capital de provincia en la que había nacido. No le preguntó si le gustaba el oficio, no se interesó en si quería seguir estudiando, que sí quería, desde luego. Su padre, José Sánchez Rodríguez, había decidido salir del mundo estrecho como dependiente de una pastelería, y crear su propio negocio. Desde la pastelería había captado la necesidad que había en aquella ciudad de un establecimiento de lujo y que mejor que, antes de montarla, se dedicara a elaborar el producto. Artesano, pero de calidad. Contaba con la fuerza de trabajo en su propia familia. Juan, el mayor, ya llevaba tres años trabajando, su mujer le ayudaba desde el primer día y la chica con 17 años sería perfecta para llevar la tienda. Era un “bombón” como los que iba a vender. Mari Luz, blanca y delicada, con una decidida pasión por la música, tuvo que aparcar sus sueños de ir al Conservatorio y dedicarse a llevar las cuentas del negocio.



        A D. José Sánchez no le interesaba la vocación, los deseos o ambiciones que bullían en el corazón de sus hijos. Los puso a trabajar, pero no entraba en su ánimo comunicarles sus planes, consultar con ellos sus proyectos u objetivos. Dirigía con mano férrea el negocio y exigía entrega total a su causa. Cuando les comunicó que abría una pastelería en la calle Mayor, se quedaron boquiabiertos. Hacía dos años que tenía comprado el local y encargado el proyecto de reforma. Extendió los planos y explicó que sería un local de lujo y lo llevaría Mari Luz. En la fábrica quedarían los dos hijos y él y tendrían que contratar personal porque pensaba ampliar el negocio a una mayor producción. Plegó los planos y eso es todo lo que supieron, pues no les volvió a comunicar ninguno de sus planes.



      D. José Sánchez era un hombre extraordinariamente trabajador, emprendedor, enérgico, que olfateaba los negocios y sabía adivinar por dónde venían las tendencias y se adelantaba a ofrecer el producto casi antes de que el público expresara su necesidad. Y el negocio iba viento en popa.


       Han pasado diez años y el panorama de la familia Sánchez es el siguiente:
D. José ha logrado multiplicar su negocio el ciento por uno. La fábrica ha tenido tres ampliaciones. Tiene una plantilla de obreros fijos, su hijo mayor lleva la administración, la niña dirige la tienda de la calle Mayor y vigila la segunda que abrieron en la plaza. Y José, el pequeño, está en la producción. Ya tiene un nombre en la ciudad y desea reconocimiento público, quiere alguna medalla, ser nombrado empresario ejemplar, en fin, que se reconozca que ha dotado a la ciudad de una marca de prestigio y ha creado más de treinta puestos de trabajo. Con eso soñaba mientras saboreaba un café sentado en la terraza del bar de la plaza. Era algo que no había hecho nunca, pero ya tenía un negocio sólido, bien controlado, el dinero fluía solo y quería dejar esa imagen que se había labrado de empresario huraño, atento sólo al trabajo y a ganar dinero. Ahora quería prestigio.



        Juan se había casado y su padre le asignó un sueldo miserable que apenas le daba para comer y mantener la espléndida casa que le había comprado. Claro, conocedor de las nuevas ambiciones de su padre, halagó su vanidad diciéndole que unos empresarios como ellos no podían vivir en las modestas casas que tuvieron antaño, que el prestigio de la firma, que las visitas de los clientes... Y el padre compró una casa entera con un piso para cada hijo, con lo que ganó una casa pero no escapó al control despiadado de su padre que muchos domingos lo sacaba de la cama para que le enseñara los balances






















EL MÁS-ALLÁ









        Era el último día de clases. Al día siguiente cerraban el piso y las cuatro amigas se iban de vacaciones de Navidad a sus pueblos. Tenían unos días de respiro en el que podían cerrar los libros y hacer un montón de planes hasta después de Reyes. Ahora les parecían muchos días, pero luego pasarían volando y en menos de nada ya estaban otra vez en la ciudad, cada una a su Facultad. Marta preguntó:



       - ¿Nos vamos por ahí a celebrar la despedida?



      Ana se asomó al balcón y con gesto friolero señaló la capa de nieve que cubría las calles:



      - Hace un día terrible ¿por qué no lo celebramos en casa?



     La propuesta tuvo una buena acogida por parte de las compañeras. A todas les daba pereza arreglarse y echarse a la calle con el frío y la nieve.



     - Venga, pedimos una pizza y yo preparo una ensalada imaginativa con los restos ¿de acuerdo? Pues a la labor. Podemos imaginar que estamos en el pueblo y detrás de estas ventanas no hay nada que ver. Hasta podemos contar cuentos, como en nuestra infancia.


        Las cuatro amigas llevaban dos años compartiendo un piso en la ciudad en la que estudiaban. Se llevaba muy bien, eran estudiosas y responsables y tampoco tenían tantas ocasiones de estar juntas y relajadas de tertulia. Durante el curso cuando no tenía exámenes una, la otra tenía que repasar el inglés y los fines de semana volaban a pasarlos con su familia. Así que acogieron de buen grado la idea de quedarse en casa en aquella fría tarde de invierno. Cuando ya habían agotado todos los temas de conversación, de pronto Marta preguntó:
     - ¿Vosotras creéis en el más allá? ¿Pensáis que hay otra vida...? Mi madre dice que mi padre cuida de nosotros desde el cielo, por eso las cosas nos van bastante bien.



     - Pero ¿ qué experiencias tenemos de que los muertos estén en un lugar desde el que nos ven? Eso son cosas que nos han enseñado en religión y como nos consuela no perder del todo a los que mueren, no pensamos más y nos agarramos a eso, sin reflexionar. Porque, vamos a ver ¿ quién de vosotras ha tenido algún mensaje del otro mundo? - preguntó Ana.



      - Pues yo tuve una experiencia... - empezó a decir Elena.



      - Cuenta, cuenta... - se arremolinaron todas a su alrededor.



      - Pues veréis, cuando tenía 15 años perdí a mi mejor amiga en un accidente. Fue horrible. Yo estaba con mis padres en Francia y me enteré a la vuelta cuando ya llevaba una semana enterrada. Pasé una crisis terrible, no me atrevía a ir a ver a su madre, creía verla por todas partes, no me concentraba en los estudios hasta el punto que perdí el curso. Recordaba nuestras confidencias, nuestra complicidad, los secretos compartidos que ya no podía contar a nadie, pues para mí nadie sería ya como Alejandra. Me volví huraña, contestaba airada a mi madre y cuando las compañeras de clase me dijeron que iban a subir un ramo de flores a la tumba de Alejandra, me negué a acompañarlas. Hacía 5 meses de su muerte y era su cumpleaños, pero yo no lo aceptaba. La muerte la aceptaba cuando se ha cumplido el ciclo de la vida, cuando el declive de la naturaleza llega a su cenit ¡Pero a los 15 años! Dos meses después murió mi abuelo ¡pobrecillo! Llevaba tantos años inválido y medio ciego que casi fue una liberación. Fue una muerte dulce, daba pena pero sin desgarro, como algo natural, aquello sí lo comprendí. Fuimos al cementerio y después del funeral la comitiva se dirigió al lugar del enterramiento. Yo me rezagué, pues esa espera mientras unos albañiles van tapando el nicho, todos mirando fijamente, me deprime. Que quede bien cerrado, no sea que se escape. Es desagradable ¿eh? El cementerio, propio de una ciudad de más de medio millón de habitantes era una sucesión de calles numeradas, que se perdía en la lejanía. Todas iguales, -pensé- se me haría imposible encontrar una tumba, si la buscara. Por allí iba una señora derecha, derecha hacia su objetivo. A mi, todas me parecían idénticas, infinitas. La vista se perdía en aquella sucesión de calles, lápidas, flores. Me angustié y me volví rápidamente. En un momento dado mis ojos tropezaron con un jarrón caído en el suelo. La noche anterior había hecho mucho viento y había flores marchitas desparramadas por el suelo, pero aquellas rosas eran frescas. Instintivamente y sin pensarlo me agaché, levanté el jarrón y enderecé las flores ante la lápida. Al fijar los ojos en ella di un salto hacía atrás impresionada. En una lápida de mármol blanco se leía el nombre de mi amiga: Alejandra. ¿Cómo había ido yo a parar allí? ¿Qué fuerza me había separado del resto de la comitiva? ¿Qué instinto me había llevado a recoger las flores caídas y sólo aquellas, cuando había muchas tiradas? ¿Cómo, sin saber donde estaba enterrada, con los ojos en la lejanía mirando sin ver aquel mareante espectáculo de lápidas y flores, había ido a parar delante de ella? Estoy segura de que Alejandra me envió un mensaje, me llamaba y una vez allí me decía: Elena, no pases sin decirme nada. Y puso ante mis ojos las flores caídas y me inspiró el impulso inexplicable de recogerlas. ¿Quién me mandaba a mi recoger aquellas flores si todas estaban por el suelo? Lloré mucho, le pedí perdón y desde entonces he subido muchas veces al cementerio. Es como si hubiéramos reanudado nuestra amistad. Y estoy segura de que me llamó ella.



        Calló Elena y las amigas también, como si hubiera pasado una mano fría sobre sus rostros. Tras un silencio, Marta confesó que ella también tenía una experiencia que le había impactado mucho. Las tres clavaron sus ojos en ella y le animaron a contarla.



    - Pues esto fue –comenzó Marta- cuando mi padre estaba enfermo. Fue una enfermedad muy larga. Lo internaban en el hospital, le ponían un tratamiento y a casa. Al mes siguiente vuelta otra vez. La quimioterapia lo dejaba sin fuerzas, aniquilado. Tenía un amigo que era para él como un hermano, Carlos, con un corazón de oro. Venía a verle todos los días, le contaba las noticias y pequeños sucesos del pueblo, le hacía reír. Jugaba con él partidas de cartas y formaba un frente imaginario en que ellos dos tenían que defenderse de nosotras: mi madre y yo. Lo cierto es que a mí me adoraba, todo eran tácticas para distraerlo. Y cuando ya no podía conducir, con el fin de que no se aislara, lo llevaba en su coche al Banco, al Ayuntamiento, al campo... Toda mi vida le agradeceré que hasta el último momento intentó que se sintiera vivo, útil, necesario y mantuviera la esperanza de curarse. De uno de los viajes al hospital, mi padre ya no volvió. Ya no se podía hacer nada por él, sufría horriblemente y solamente allí podían tenerlo sedado y al menos no padecer. Carlos volvió sólo aquel viaje y pasando su mano por mi pelo me dijo: “Marta, ya no se puede hacer nada por él. No creo que llegue a comer los turrones”. Faltaban 20 días para Navidad. A las dos semanas, un día de niebla triste y pegajosa, el coche de Carlos patinó en la carretera helada y se estrelló contra un camión. Nuestro dolor fue inenarrable, nos había fallado el amigo, el sostén, el ánimo de la familia... y mi padre seguía en coma en una situación estacionaria. Pasaron las Navidades y pasó Enero y todo seguía igual. Una noche soñé que estaba yo a la puerta de mi casa y Carlos estaba en pie al otro lado de la calle y me llamaba: “Marta, ven que tengo que decirte una cosa.” Yo me resistía a cruzar la calle y le contestaba de aquella forma juguetona que presidía nuestro trato: “¿Por qué voy a cruzar yo? Si algo quieres, vienes tu.” Y entonces Carlos sin recoger la broma, más bien con un halo de tristeza en su cara, me contestó: “Yo no puedo pasar”. Quedamos unos instantes así, uno a cada lado de la calle mirándonos anhelosamente y, de repente, un agudo timbrazo me sacó del sueño. Era el teléfono, llamaba mi madre desde el hospital para decir que mi padre acababa de morir. Entonces comprendí el recado que Carlos me traía y entendí que “no podía pasar” porque él estaba al otro lado de la calle, al otro lado de la vida. Eso no lo he olvidado nunca y me consoló pensar que estaban juntos en la otra orilla y se harían compañía.



        Más silencio, más manos frías pasando por los rostros, más acurrucarse apretando el corro, más miradas de unas a otras...



       - Lo mío –empezó tímidamente Mapi  - no es real como las flores de Elena, ni un sueño tan impactante como el de Marta...



        - Es igual, es igual, cuéntalo. Poseídas por un ambiente de misterio, las amigas se apretujaban unas contra otras y miraban expectantes a Mapi.



        - Bueno, pues mi experiencia o mi sueño fue a raíz de la muerte de mi abuela. Yo me llevaba con ella a las mil maravillas. Mis padres trabajaban los dos y yo crecí bajo sus cuidados. Los cuentos, las historias, oraciones, hacer pasteles... todo me lo enseñó ella. Ella era la tapadera de mis travesuras y el amparo si las cosas se ponían serias con mis padres. Se murió por los años, con una lucidez increíble y una capacidad de escuchar y comprender que ya no la he encontrado en nadie desde que ella se fue. Dejó un vacío en mi vida terrible. A veces, el deseo de verla era tan ardiente que me dirigía a Dios y le decía: “daría cualquier cosa porque la dejaras bajar un día, un solo día. Verla, abrazarla, comer juntas como antes, contarle todo lo que no le he podido contar en este tiempo y, luego, la dejaría marchar. De verdad, Señor, la dejaría marchar. No pediría más.”



          Y un día la encontré sentada en su sillón, como siempre. Casi me vuelvo loca de alegría: “Pero ¿estás aquí? ¿es que se puede volver de allí?”. Mi abuela con su dulce y serena sonrisa, la de siempre me contestó: “Se vuelve en algunas ocasiones y por un tiempo determinado”. No recuerdo haberle contado lo que le tenía que contar, ni haberla abrazado como ansiaba hacer. Posiblemente me pasaba como a Marta, estaba allí, pero al otro lado. Pero la sensación de felicidad fue tan intensa que me duró tiempo y tiempo después de despertarme. Era como si Dios me hubiera hecho un regalo que calmó mi angustia, me tranquilizó y dejó de atormentarme su ausencia.

- Ahora tú, Ana –se volvieron todas a la cuarta amiga.



- Es que yo no tengo ninguna experiencia de ese tipo. Gracias a Dios no he visto morir a nadie en mi familia, por lo tanto nadie puede mandarme un mensaje. No conozco a nadie “en el más allá”.



- No seas antipática y haz memoria. Si no es un mensaje del más allá, un sueño o algo extraordinario, fuera de lo corriente, algo te habrá sucedido alguna vez ¿no?



- Hombre, si vale cualquier cosa, entonces sí, tengo una historia que nunca he podido aclarar. Pero no es nada del otro mundo...


- ¡Lo que sea! Tú empieza, que esta noche todas tenemos que contar nuestro cuento de invierno.



- Pues esto ocurrió el año que conocí a Nacho. Me enamoré de él como una loca y para mí desapareció todo que no fuera él. Cuando no estaba con él, le estaba llamando por teléfono. En clase no escuchaba a los profesores estaba todo el tiempo tejiendo planes, pensando lo que le diría al verle... me amonestaron varias veces pero yo pasaba olímpicamente. Vivía en el país de los sueños. En casa siempre podían encontrarme con el libro abierto... pero siempre en la misma página. Las letras desaparecían y por la superficie blanca desfilaba el recuerdo de nuestros encuentros, nuestras conversaciones... en fin, que os voy a decir, todas habréis estado enamoradas, lo que yo no se es si habéis perdido el control de vuestra vida como lo perdí yo. Semejante enajenación tuvo los resultados que había que esperar, llegaron los exámenes y no di pie con bola. Cinco suspensos. Prácticamente curso perdido y a repetir, pensé. Pero no contaba con una cosa, con mis padres. De repente mi padre estaba allí y me recriminaba no haber hecho caso de sus advertencias. ¡Os lo juro, no recordaba nada! Mis padres estaban desaparecidos de mi vida, si habían dicho algo, yo no me acordaba, ni lo había oído. Y de pronto se me hicieron presentes con toda su fuerza. Mi padre tenía una actitud fría y displicente y me estaba diciendo que sólo me daba una oportunidad: o aprobaba las cinco en Septiembre o a la fábrica. Abrí la boca para protestar pero la mirada de mi padre era tan helada que me congeló. Volví la cabeza hacia mi madre y no percibí el menor síntoma de apoyo. Formaban los dos un bloque, un bloque de hielo. Les contemplaba atónita sin acabar de creer lo que me estaban diciendo. Creo que llevaba meses viviendo con ellos sin verles. Y de repente caí de las nubes y percibí el porvenir que se cernía sobre mí. Yo no quería dejar mi vida de estudiante, eso de ir “a la fábrica” me horrorizaba. Volví a mirar a mi padre y su cara de determinación no admitía dudas. Me encerré en mi habitación y empecé a darme cuenta de la estupidez de mi comportamiento. Ya me veía caminando de madrugada hacia la fábrica como una pobre niña de las novelas de Dickens. Supongo que eso no será así, pero mi conocimiento de la vida era un poco literario. Por otra parte me encontraba sin fuerzas para estudiar en dos meses lo que no había tocado en todo el curso. La magnitud del problema me acobardaba, eran ya las 3 de la mañana y no podía dormir, me encontraba en un callejón sin salida. Puse la radio con intención de oír un poco de música y ver si me calmaba y me traía el sueño. Deportes, gente que hablaba de ovnis, música clásica pero demasiado soporífera, todavía me alteraba más, y, de repente, una voz amistosa, como un arrullo, que dice:



        “Ana, sé que estás deprimida, que te sientes sola y te parece que tu problema no tiene solución. Yo te entiendo y sé que puedes salir del pozo en que estás metida. Yo creo en ti, en tu fuerza para remontar y salir de esa postración. Ahora te vas a dormir y mañana saca toda tu energía y empieza a ayudarte”. Calló la voz y se empezó a oír una música suave. Me quedé pegada a la radio, pero ya no volvió a hablar más. Debía ser uno de esos programas nocturnos donde llama gente desesperada y alguna Ana tan deprimida como yo acababa de pedir auxilio un momento antes de conectar yo. El caso es que sentí una gran paz y me dormí inmediatamente. A la mañana siguiente era otra. Como si hubiera puesto los dedos en un enchufe, una corriente me había galvanizado. Cogí mis libros, ordené los temas, planifiqué las horas, busqué ayuda en compañeras que habían sido más sensatas que yo y, finalmente, llamé a Nacho. Le dije que iba a estudiar y que se habían acabado las salidas hasta después de los exámenes. Fui implacable conmigo misma, no me di tregua, no bajé la guardia ni una hora y en Septiembre lo aprobé todo. Lo curioso es que muchas noches, a las 3 de la mañana busqué la emisora y la voz que me había salvado y nunca la encontré. Cansada de rastrear, dejé la radio, brindé mis aprobados al desconocido y disfruté del deshielo que se produjo en la cara de mis padres. ¡Ah! A Nacho le dejé, no quise volver a vivir una dependencia tan demoledora de otra persona.



- Chicas, ¿no os recuerda esto los cuentos que nos contaban en las noches de invierno? Parecemos unas abuelitas. Seguiremos la tradición y se los contaremos a nuestros hijos y a nuestros nietos. Creo que todas tenemos una base de amor y sufrimiento que nos capacita para vivir bien nuestra vida. Mañana empezamos las vacaciones, en el verano a aprobar y luego, ¡a comernos el mundo!



















LA ULTIMA LECCION













        Lola miraba conmocionada al hombre que estaba sentado enfrente, sin dar crédito a lo que había oído. Lo había entendido, pero su cerebro no lo procesaba, era tan inesperado y sorprendente que solo podía mirarlo desde la perplejidad y la incomprensión más absoluta. No podía contestar, no le salía la voz. El volvió a repetir lo mismo, con las mismas palabras, cuidadosamente escogidas, pensadas durante días, seguramente mientras ella dormía a su lado. Apartó su mirada de él, levantó la mano izquierda haciendo un gesto para que se callara y volvió la vista hacia la terraza. Pensó que tenía que regar los geranios, parecían un poco mustios, así que absurdamente, se concentró en eso que parecía tan fútil, pensó que era su ocupación más urgente, la más importante, la que tenía que hacer ahora mismo, inmediatamente, por delante de todo. Salió, llenó la regadera y regó todas las plantas con gesto serio y concentrado. Lo hacia despacio, con empeño, como quien ejecuta un trabajo muy delicado. Después, se sentó en la mecedora y dejó vagar la vista por los árboles de la plaza mientras resonaban en su cerebro las palabras dichas por su marido.

      ¡Su marido! Su amigo, compañero, novio, amante, cómplice. Con quien llevaba casada 25 años, más diez de noviazgo, desde que empezaron a tontear en el Instituto y siguieron en la Universidad. Luego las oposiciones a cátedra de Instituto, el tiempo separados hasta que consiguieron plaza en el mismo centro. Su vida, sus ideales compartidos. Firmantes de todos los manifiestos por la libertad, contra la tortura, por la protección del medio ambiente, las aves y toda clase de fauna. Se habían manifestado juntos contra el terrorismo, contra la OTAN, contra la violencia hacia las mujeres, a favor de las minorías oprimidas y los derechos de los indígenas. Se habían abrazado a un hermoso árbol de la plaza que el Ayuntamiento pretendía cortar para ensanchar la calzada… no había causa noble en la que no hubieran intervenido, al unísono, pues para eso habían bebido de las mismas fuentes. Montañeros, ecologistas. Su anhelo era luchar por un mundo más justo, se involucraban en la ayuda a los demás y eso había hecho de ellos una pareja indestructible. Llevaban 25 años juntos, avanzando armónicamente de la mano y de repente…

         Por eso seguía estupefacta ante el discurso que le había soltado y cuyas palabras seguían resonando en su cerebro:

        -Lola, yo te quiero y te querré siempre. He sido inmensamente feliz contigo, pero pasamos juntos las 24 horas del día. En la cama, en la mesa, en los claustros del Instituto, en las pausas del café, las vacaciones, los domingos con los amigos… No te enfades, pero estoy saturado, necesito un cambio, renovar mis ilusiones, conocer otras gentes. Hemos llegado a una edad en la que hemos alcanzado todas las metas y ya sólo nos quedan otros 25 años iguales. Por eso, pedí plaza en otro Instituto y en otra ciudad y me la han concedido. Necesito un cambio en mi vida, me ahogo aquí. Será la crisis de los cincuenta, no sé, pero tengo que cambiar de aires. Perdona que te lo haya ocultado, pero es que no estoy dispuesto a discutirlo contigo, ni a negociarlo. Está decidido. Me voy.


        Así, de repente. Nada más terminar el curso. Menos mal, porque cualquiera iba mañana a clase. Y ella sin enterarse de nada, sin notar nada raro. Comiendo enfrente, durmiendo en la misma cama con aquel extraño que estaba maquinando abandonarla. Cuyo pensamiento discurría por unos meandros tortuosos, a los que ella no había podido acceder a no ser que le hubiera hecho un escáner. Creía que su vida era sólida y ahora se revelaba como algo frágil, fugaz. ¿Qué habría desencadenado el desencanto en el interior de su marido? ¿Cuándo sus caminos comenzaron a ser divergentes? ¿Cuándo empezó él a caminar extramuros, fuera de la senda común? Si la pareja, los dos, defienden su matrimonio éste puede salvarse de los peligros que le amenazan, de la rutina, de las atracciones exteriores, de las crisis personales y las dudas que trae la edad… pero sólo si los dos participan. Pero él había abandonado el barco.

         Se había hecho tarde y hacía fresco en la terraza. Sintió un escalofrío y quiso abrochar la chaqueta que no llevaba. Miró sus brazos con los pelillos erizados. Estaba tonta, perdida, ni se daba cuenta de que se estaba quedando como un pajarito. Entró al salón y Toño seguía sentado en la butaca con la cara del chico caprichoso que quiere conseguir que sus padres le dejen salir de noche. Se dirigió al dormitorio, cogió sábanas, una manta y la almohada, lo arrojó en el sofá del salón y rompiendo el silencio que había mantenido desde que lo sabía, preguntó:


        -Hay otra mujer ¿verdad?

        El silencio se adueñó de la habitación. Cuando se hizo insoportable, Toño respondió:

      - No te puedo engañar, Lola. No te lo mereces. Sí, hay otra mujer. La conocí chateando por Internet y me he enamorado de ella como un adolescente. Ha sido una bocanada de aire fresco en mi situación tan estable, tan “dèjá vu”, una nueva ilusión, una forma distinta de vivir. Es más joven y disfruta de la vida. No se plantea compromisos, no se toma la vida demasiado en serio. No creo que con ella vaya a ninguna manifestación, pero tampoco me importa. Esta será otra etapa de mi vida, totalmente distinta. Perdona, no quiero ofenderte, pero es que esto… es otra cosa.

      - Buenas noches. Hasta mañana – y Lola se encerró en el dormitorio

     A la mañana siguiente los dos presentaban un aspecto lamentable. Se veía que no habían pegado ojo, pero Lola estaba serena, había realizado una alquimia interior, había encajado el golpe y había puesto en distintos compartimientos sus sentimientos, la nueva situación creada, la decisión de Toño y, con su espíritu organizativo, había hecho un planning digno de una profesional: análisis, objetivos y acciones a llevar a cabo.

       - Lo siento mucho, no lo esperaba, no creía ser una rémora en tu vida. Enamorarse a los cincuenta, volver a vivir la ilusión de un nuevo amor… es una suerte que te pase eso en la vida. Es un tren que no se puede perder. Lo que nosotros vivimos fue maravilloso y si lo puedes repetir con otra persona, es una ocasión que debes coger al vuelo. No tenemos más vidas. Yo me voy unos días a la montaña. En este tiempo, recoge todas tus cosas y márchate. Cuanto antes empieces a disfrutar de tu felicidad, mejor. Y yo, cuanto antes me ponga a la tarea de reconstruir mi vida, mejor también.

       - Lola, eres única, no habría dos mujeres que reaccionaran como tú –decía Toño entre atribulado y esperanzado- yo… no te quiero perder del todo, tenemos que seguir siendo amigos. Si te hubieras echado a llorar no lo hubiera podido resistir. Pero tú… eres admirable. Nos veremos, conocerás a Mónica y verás como a ti también te gusta… ella puede aprender mucho de ti…

        - No te engañes porque acepte civilizadamente tu decisión. No quiero verte nunca más, y a ella mucho menos. Y cuando vuelva no quiero ver nada tuyo aquí, ni un pañuelo, ni el olor de tu cuerpo. Si encuentro algo, lo quemaré.

          Toño bajó la cabeza, hizo dos intentos por decir algo, se encontró bloqueado y el silencio se adueñó otra vez de la casa, denso, pesado. Lola cruzó la habitación con la bolsa de viaje al hombro y, sin mirarle, salió cerrando la puerta.

         Toño salió a la terraza, se acodó en la barandilla hasta que vio salir del garaje el pequeño coche rojo conducido por Lola. Había dado un paso muy importante ¡pobre Lola! Así, sin darle una pista, de repente soltarle que se iba con otra… se sentía un poco canalla. Y con qué grandeza había reaccionado. Era muy propio de su espíritu analítico diseccionar el problema separándolo de sus sentimientos, pero al final éstos habían saltado. Se sentía incómodo, egoísta, iba de un lado para otro y lo que más le molestaba era el silencio. Pensó en llamar a algún amigo para desahogarse, pero resulta que los amigos eran comunes, todos querían mucho a Lola y no lo iban a consolar, imaginaba que lo mirarían con censura y que iba a encontrar poco apoyo en ellos. Empezó a abrir cajones, recoger la ropa era sencillo, pero la música, las fotos, los DVD, algún cuadro… esto era muy difícil. No quería despojarla de nada, pero tampoco quería que quemara cosas muy amadas, de los dos. ¿Querría la foto de su viaje a los Alpes, sonrientes, felices? Se dio cuenta que la casa y lo que contenía estaba inserto en su vida, entramado como las fibras y nervios en su cuerpo. Y pensó que no iba a ser tan fácil marcharse de allí, porque él en esta casa y con Lola no había sido desdichado, ni mucho menos. Y el silencio, ¡por Dios! Acostumbrado a oír a Lola hablarle desde todos los rincones de la casa, aquel ruido de abrir y cerrar cajones era lo único que lo rompía. Antes de hablar con ella tenía unas ganas locas de marcharse, la veía como un impedimento en sus planes, una atadura molesta que tenía que soltar. Pero ahora estaba confundido. Al no haber habido llantos, ni reproches, al haberle dejado el camino libre, le había dejado también contra la pared con todo el sentido de culpabilidad encima. Se sentía, como poco, el malo de la película.


           Cogió de una estantería el primer tomo encuadernado de las aventuras de Tintín. No podía dejarlos, eran su tesoro, el lazo con el niño que fue. Enseguida pensó en el pisito de Mónica, tan minúsculo que parecía de juguete. No iba a poder llevarse todos sus libros. Se sintió acongojado, porque Lola había sido tan terminante: “¡si encuentro algo tuyo, lo quemaré!” Después de dudar un rato, los metió en una caja que arrinconó en un armario y pensó que Lola era tan razonable que no la creía capaz de hacerle una faena. Después de todo el día de empaquetar cosas y tirar otras estaba exhausto y con una sensación extraña, mezcla de ilusión y terror ante el paso que había dado. Si me quedo –pensó- estoy cómodo, pero se me pasa la vida. Y si me voy ¿Cómo va a resultar esto? ¿Tendré vuelta atrás? Comió un poco de fruta y salió a la terraza. La luna lo miraba atónita y su luz era más fría que otras noches. Hasta ella había tomado partido por Lola, claro, la solidaridad femenina. Se metió dentro huyendo de aquella luz clara y glacial que lo desnudaba y se acostó por última vez en aquella habitación que hoy le parecía desolada, en la que ya era un extraño. Y a la mañana siguiente, sin apenas haber dormido, partió hacia otra ciudad, hacia otra vida, con el coche cargado a tope y el temor de que la mitad de las cosas que habían sido su vida, su pasado, iban a terminar en la basura. Condujo despacio confiando en que, mientras recorría la distancia que le separaba de su destino, clarificaría el color de sus sueños, solucionaría sus dilemas o conjuraría los nubarrones que se cernían sobre su porvenir.


           Cuando Lola llegaba al refugio tuvo un estremecimiento y se le atascaron los pies. Se acordó de las veces que había estado allí con Toño, de las excursiones, de los descansos tumbados boca arriba en los prados acariciando las flores diminutas y viendo correr las nubes sobre sus cabezas. La capacidad de evocación de aquel lugar era tan grande, rescataba tantos recuerdos que se agolpaban encima de ella y la dejaban inerme que tenían que ahuyentarlos a manotazos. Por eso, volvió sobre sus pasos. Buscó una casa en un pueblo pequeño, casi desierto. Le alquilaron una habitación en el primer piso de una casa hermosa, de arquitectura sólida y recios muros de piedra que rompía la severidad de su fachada con una balconada llena de flores. Al entrar en el zaguán te envolvía una fresca penumbra. Unas escaleras desgastadas la conducían a un cuarto con ventanas angostas y vistas espléndidas sobre el valle. El silencio del valle estremecía, pero, en contraste, la habitación estaba llena de pequeños ruidos. Los gemidos del suelo de madera, el crujido de la cama al sentarse en ella, las puertas del armario que lanzaban una queja plañidera cada vez que las abría, como protestando de que se introdujeran manos y prendas ajenas en su intimidad de siglos.

         La familia se componía de un matrimonio de ancianos, tal vez milenarios, menudos y frágiles, de mirada pétrea y escasas palabras. Pasaban el tiempo sentados en la puerta, en una calle por la que no pasaba nadie. El abuelo desgranaba mazorcas de maíz de forma mecánica, con sus dedos retorcidos por la artrosis y la mirada perdida. De vez en cuando hundía la mano en el capazo y removía los granos que a la luz del sol parecían pepitas de oro. En un saco guardaba los carozos de las mazorcas ya desgranadas que en invierno quemarían en la estufa. La abuela, sentada a su lado, hacía pequeñas labores como limpiar verduras o hacía calceta, con los ojos nublados por el velo de las cataratas, pero sin equivocarse un punto. Hasta con los ojos cerrados hubiera tejido unos calcetines. El hijo trabajaba en una fábrica a 30 kilómetros del pueblo, volvía a casa al anochecer y se marchaba con las primeras luces. La mujer, se ocupaba de la casa, de los animales, del huerto y el fin de semana cuando llegaba el marido, desaparecían los dos hacia el monte, a segar hierba o a vigilar el ganado.

        Los abuelos debían llevar juntos más de 60 años. Apenas hablaban, pero permanecían juntos de una manera perseverante. Cuando uno se levantaba y entraba en la casa, el otro le seguía al momento. La fidelidad ni siquiera tuvo que entrar por la puerta para quedarse; ya estaba allí, su presencia era tangible, perpetua. Tantos años juntos compartiéndolo todo, les había mimetizado. Eran una pareja sólidamente unida. Lola los miró con envidia y pensó que el día que muriera uno de ellos, el otro le seguiría como una piedra que rueda por la ladera del monte.

          En este escenario se detuvo el reloj, se paralizó la vida y tuvo la sensación de que mientras permaneciera allí, estaría a salvo. ¿Se puede estropear la vida, así, de repente, sin previo aviso? ¿Habré gastado ya –pensó- sin darme cuenta, mi período de gracia, la plenitud, la felicidad de que disfrutaba? ¿Y ahora… que me queda? Así que en este clima empezó a vivir su nueva etapa, la de su abandono. Aquella dignidad con que respondió a Toño deseándole suerte en su nueva vida y dando por hecho que ya empezaba a reconstruir la suya, se había hecho añicos en cuanto se quedó sola. El frío razonamiento sobre las segundas oportunidades que da la vida, sirve para enjuiciar, desde la orilla, las vidas de los otros. Pero ésta era la suya y el muy cabrón se la acababa de romper. Pasó de la ira al llanto y de ahí a un hundimiento total. Envidió a su madre que en estas circunstancias se aferraría a su fe y hallaría consuelo en la religión. Imaginaba que ella iría a la iglesia todos los días y rezaría con obstinación. Aunque no recibiera respuesta. Aunque no entendiera lo que le estaba pasando. Eso haría su madre. Pero ella hacía años que se había distanciado de la iglesia y ahora añoró creer en alguien para pedirle ayuda. A alguien superior, que ella sabía que habitaba por algún sitio, un Dios que no sabía de que forma, pero existía. Su religión había sido comprometerse con la gente y con la sociedad. Había prescindido de intermediarios, practicó a su manera.

         En aquel pueblo donde no la conocía nadie estaba sola y no tenía que disimular. La familia no se preocupaba de ella, no preguntaban nada. A la mujer le faltaban horas para el trabajo que tenía y los abuelos no sentían ninguna curiosidad por saber que hacía allí aquella mujer sola, con sus grandes ojos incrédulos ante lo que le estaba pasando. No tenía ganas de comer y tomaba ríos de valeriana. Empezó a realizar grandes caminatas que machacaran su cuerpo y la hicieran dormir rendida. Por sitios donde no había más sonidos que el del viento en los pinos y el crujido de las ramas secas aplastadas por sus pies. Cuando las lágrimas la cegaban, se abrazaba a un árbol pidiéndole valor. Siempre lo recibió. El sonido de las hojas le acariciaba, su sombra, ancha y fresca apaciguaba su angustia. Y el tronco, rudo y firme, la protegía, le transmitía calor y fortaleza. Pegando su cara a él, hasta sentía correr la savia, palpitar la madera como si estuviera viva.

        Una mañana que amenazaba tormenta se dirigió como siempre hacia el monte, desatendiendo la advertencia del abuelo que sentado a la puerta de la casa, rompió su silencio para advertirle: “Hoy no suba al monte” clavando en ella unas pupilas negras, vivas, inquietas. Pero ella no le hizo caso. En dos horas unos impresionantes nubarrones cerraron el cielo, empezó a llover y al poco el agua se precipitaba sobre la tierra con tal fuerza que casi no la dejaba andar. Era un agua casi sólida. Volvió sobre sus pasos y mantuvo con aquella lluvia salvaje una lucha cuerpo a cuerpo, al instante el agua ya corría en riachuelos buscando salida. Los caminos se tornaron imposibles, la capucha de su impermeable se desgarró con la rama de un árbol y empezó a entrarle el agua por el cuello y hasta dentro de las botas. Parecía el diluvio universal, se encontraba agotada, tropezó con un árbol truncado y cayó de rodillas. El árbol era enorme, habría sido abatido hacia tiempo pues no tenía hojas, era un gigante derrotado por la nieve o algún vendaval, o había sucumbido víctima de la edad y las tormentas. Se levantó trabajosamente y se sentó en el tronco que la había derribado. Puso la cabeza sobre las rodillas y se tapó con el impermeable. Pensó: ¿por qué no dejar que el agua que arrastraba tierra, hojas, ramas y piedras la arrastrara a ella también, la llevara hasta donde quisiera, la confundiera con la tierra y el musgo de aquella naturaleza, de la que provenía y a la que tenía que volver? Que más daba antes que después. Debió estar una hora así, encogida sobre sí misma, resguardada precariamente, con la cabeza apoyada en las rodillas y pensando que aquel era su último día. Las gotas rebotaban sobre ella con tal saña que no parecían de agua sino alfileres, gravilla, arena. En cualquier momento un árbol o una piedra la golpearía, o aquellos torrentes de agua la arrastrarían hacia abajo hasta dejarla como una muñeca rota. Al fin empezó a amainar. Se alejaron los nubarrones y aunque seguía lloviendo, ahora no golpeaba, calaba. Estaba empapada, el camino intransitable, la ropa y las botas le pesaban hasta el infinito y cuando salió del bosque y se encontró en el camino del pueblo no le quedaban ya fuerzas para caminar.


        El ruido de un motor la hizo volverse y se quedó mirando al Land Rover que venía hacia ella sin ánimos para levantar la mano siquiera. El coche paró y el hombre se llevó las manos a la cabeza:

       - Pero señora, por Dios ¿Cómo se le ha ocurrido salir con esta tormenta? ¿No ha podido refugiarse en algún sitio? Que temeridad subir al monte con este día. Está echa una pena. Ande, suba. Es que la gente de la ciudad –rezongaba mientras la ayudaba a subir al coche- no le tienen respeto a la montaña. ¡No le tienen respeto! –tronó. ¿Sabe que la ha podido matar un rayo?

          Lola se encogió en el asiento tiritando, bajo la mirada reprobadora del ganadero que sacando una botella de coñac, le hizo beber:

         -Ande, beba ¿adonde la llevo?

         -Estoy en Acumuer –dijo con un hilo de voz

        La dejó en la puerta de la casa diciéndole: "Y ahora, quítese la ropa, bébase un vaso de coñac y métase en la cama con cinco mantas". Y arrancó el vehículo moviendo la cabeza y pensando que aquella mujer tenía menos cabeza que sus corderos.


       Cuando despertó al día siguiente era cerca de mediodía. Había dormido un montón de horas y estaba extrañamente tranquila. No era cierto, como dijo el ganadero, que ella no le tenía respeto a la montaña. Había ido hacia ella como a la perdición, buscando su aniquilamiento, pero en vez de eso había sido para ella como un exorcismo, el agua la había lavado, había arrastrado su desesperación, le parecía imposible que se hubiera sentado en aquel tronco dejando que cayera toda la fuerza del cielo sobre ella, deseando que la arrastrara, que la confundiera con el humus y desapareciera de la faz de la tierra. Se asomó a la ventana y nada recordaba las turbulencias del día anterior, un sol radiante acarició su cara, el cielo era de un azul intenso, luminoso, la mañana limpia. El aire, tibio y transparente traía el sonido estremecido por la música lenta y lejana de las esquilas del ganado y el rumor remoto del agua de una cascada. Por la calle corría un arroyuelo y el paisaje era tan limpio, la naturaleza tan pura, que parecía recién estrenada, como el día que Dios la creó. Le pareció una locura que el día anterior se viera envuelta en el fragor de la tormenta, la externa y la suya interna, y que hubiera deseado morir. Aspiró el aroma de la tormenta ya vencida y, por primera vez en muchos días, sintió hambre. Estaba volviendo a la vida.

        Empezó su convalecencia con serenidad. Se empezó a encontrar a gusto y los 15 días que pensó estar, se convirtieron en todo el verano. Ella era una mujer de ciudad y le pareció sagrado el proceso milagroso de las semillas, el ciclo de la naturaleza. Cómo se enterraba una semilla diminuta y podía salir aquel esplendor. Si el Evangelio dice que los muertos, igual que la semilla enterrada en la tierra, esperan la vuelta a la vida bajo una nueva forma… ¿por qué ella no podía renacer también? Maduraron las moras, opulentas y agrestes y acompañó a la mujer a recogerlas. Hizo con ellas mermelada, a su lado. Removiendo la masa oscura y dulce que se concentraba en un sabor exquisito. Se sentó a la puerta con los abuelos, en silencio, claro. Dejando pasar el tiempo como ellos. Mirándoles para imaginar su vida. Un tiempo jóvenes y fuertes, cultivando la tierra, criando a sus hijos. Que un día, poco a poco, como un goteo o todos de repente como una estampida del oeste americano, se fueron. Y solo quedó uno reproduciendo la vida que ellos mismos habían llevado, vinculándose a la tierra, por inhóspita o ingrata que sea a veces. Lola se preguntó si se habrían limitado a trabajar y criar hijos con aquella contención, sin mostrar sus sentimientos. O si algún día en su juventud, él fornido y ella guapa y alegre, habrían aparcado sus formas y se habrían amado sobre el heno, en pleno campo y bajo la luz del sol. El pensamiento la hizo sonreír y se alegró, porque hacía tiempo que no reía. Pensó que estaba ya asilvestrada.

           De repente se consumió el verano y cedió gentilmente el paso a un otoño prematuro. Los días se volvieron más cortos, el sol se desplomaba rápido tras las montañas como si hubiera perdido pie y todo ello multiplicaba la melancolía. Por las noches, el aire era delgado, pero acuchillaba. Por las mañanas, al abrir las contraventanas, los cristales aparecían empañados. El frío se pegaba a la casa acechando la tibieza del interior. Los abuelos dejaron la puerta de la casa para ocupar los lados de la chimenea donde restallaban los troncos resecos calentando sus cuerpos marchitos. En un par de meses llegará el frío de verdad, el de las heladas, el que colgará carámbanos de las tejas, el viento remolinará la nieve y a la noche la dejará quieta, helada. El viento y la nieve llenarán de ruidos la casa, y de silencios espectaculares el exterior. Las maderas del piso crujirán y la familia se preparará a vivir el encierro del duro invierno. Encerrados, ante el fulgor ardiente de las llamas de la chimenea. Los abuelos las mirarán con fijeza y reverencia porque para ellos, disminuidos hasta llegar a la mínima expresión de un cuerpo, el calor es más importante que la comida. Entre la chimenea y la soberbia estufa de hierro que expande un calor seco y oloroso a pino, esperarán la llegada de otra primavera. Lola apuró el tiempo, pero tuvo que volver. Se despidió con calor de aquellas gentes calladas, trabajadoras, sufridas y honestas. Ellos habían sido su terapia, no había necesitado ayuda de psicólogos, solo con verlos vivir había aprendido una lección.













AMOR PRIMERO







       Querida Cam.: Nunca más aceptaré hacer un viaje oficial si tu no vienes. Llevo dos días sin verte y ya no aguanto sin comunicarme contigo. A mi alrededor hay oídos por todas partes, me siento acechado, vigilado, juzgado despiadadamente por estar enamorado de ti. No me puedo fiar de criados, asistentes ni amigos. Así que en lugar de llamarte, te escribo. Como antes. Como cuando éramos novios. ¿Te acuerdas?

      ¿Una carta de amor? Bueno, así será si tu lo quieres, pero no esperes una carta romántica, deslumbrante, con juramentos de amor eterno. Sabes que te he querido siempre y siempre te querré. Año tras año, hemos visto encanecer nuestros cabellos, marcarse las arrugas en el rostro. Perder la esbeltez juvenil. Sabes que, por mi posición, podía aspirar a casarme con una aristócrata joven, rica y hermosa. Eso conciliaría el apoyo y la admiración de mi familia, mi país y el mundo entero. Me rehabilitaría ante la sociedad. ¡Sería tan fácil! Miro a mi alrededor y veo que muchos lo han hecho, lucen a su lado hermosas esposas que han aprendido bien su papel y les proporcionan el soporte social necesario, la respetabilidad y la admiración incondicional que suscita una mujer joven, bella y bien vestida. Y de rebote, el marido sube enteros. Pero yo ya he pasado por eso y no repito el error. Mi amor por ti es tan sólido, tan fuerte, que han dejado de herirme los comentarios sobre tu supuesta fealdad ¡también yo soy feo! Y vulgar, lo reconozco. El haber nacido príncipe, no me ha regalado los atributos que se les suponen... De azul, nada. Mi hada madrina estaba de vacaciones o no le funcionó la varita mágica. No soy demasiado inteligente, guapo ni seductor. Y no tengo carisma, ni encanto personal para ganarme a mis súbditos. Mi conversación no es brillante ni demasiado ingeniosa. Aparte de alguna incursión por temas de medio ambiente, nunca he sabido hacia donde tirar, ni cual era mi papel en esta obra. A veces he parecido excéntrico, pero es todo puro terror escénico. Pues bien, a mi edad ha dejado de importarme no poseer esas cualidades.

           Materialmente, he tenido muchas cosas, pero no he sido feliz. Mi infancia, podría decir que fue desdichada. No lo digo, porque sería ofender a tantos niños hambrientos, sin acceso a escuelas, hospitales, ni a un mínimo nivel de vida deseable a todos los humanos. Mis padres fueron rígidos y exigentes en nuestra educación, pero descuidaron el lado afectivo. Pronto supe que no podía echarme en brazos de mis padres, como hacen otros niños, porque era tal su envaramiento que me daba coscorrones. Una vez, hasta me saqué una púa de buen tamaño como las que adornan a los erizos. Sin contar los azotes recibidos de mi padre (nunca con la mano, aunque yo hubiera agradecido su contacto) sino con la fusta. No muy fuertes, pero cargados de maligno sadismo. Mi hermana era tan arisca como un general de coraceros, nunca jugamos como dos niños.


       Después de una adolescencia insegura y una vida familiar penosa, conocerte fue tocar el cielo con las manos. Amarte y ser amado por ti me reconcilió con la vida, con el mundo. Y fuimos novios... No hubo para mí una época mejor. Conocí la ternura, el cielo ya no era gris, el sol brillaba, la gente parecía feliz, los niños eran más guapos... La felicidad me desbordaba, miraba con benevolencia a mis padres, mientras ellos, a su vez, me miraban con suspicacia... hasta me permitía compadecerlos. Sí, sí... No contaba con su poder. Cuando decidieron que tu no eras conveniente para mí, me sentí atrapado en una tela de araña de la que no pude librarme. Quien sabe lo que te dijeron para que aceptaras salir de mi vida y casarte con otro. Yo cometí el mismo error y los desastres se encadenaron. Pero me quedó grabado, como un cuadro, aquel periodo de felicidad que disfruté mientras fuimos novios.

         Han sido unos años horribles, hasta mi madre lo reconoce. Pero hemos vuelto a encontrarnos, hemos echado una capa piadosa sobre nuestros errores y volvemos a empezar donde lo dejamos. Más viejos, más sabios, más vapuleados por la vida, pero igual de enamorados que cuando fuimos novios. Ahora, paso por alto los comentarios corrosivos de la prensa, porque he empezado a encontrarme a mí mismo. Y me he encontrado en ti. La sociedad vive de unos estereotipos que yo he sobrepasado. He levantado la cabeza y paseo sin complejos al lado de una mujer madura, ante la cara estupefacta de mucha gente que no comprende mi elección. Porque tú nunca estarás en la lista de las mujeres mejor vestidas, porque el tipo ya no te acompaña y porque eso te trae al fresco. Y eso es lo que me gusta. Ellos no han vislumbrado la inteligencia, el sentido del humor que tienes. Y el amor fiel, compañero, que me has ofrecido toda mi vida.

          Un sector de mis súbditos se ha sentido traicionado al descubrir que mis aspiraciones son tan prosaicas. Se sienten engañados porque, desde su vida vulgar y anodina, quieren tener un prototipo romántico, admirar un mito, vivir una vida de príncipes, de ensueño... ¡No hay tal! Su príncipe ha resultado un ser trivial que disfruta junto a una mujer de su edad leyendo u oyendo música juntos en un cuarto de estar. O paseando por el campo. Ni más ni menos que lo que hacen ellos. Lamento la decepción que les ocasiono pero tendrán que sublimar sus frustraciones mirando a otro modelo. ¿Por qué no pueden entender que esto es el verdadero amor? ¿Por qué la gente huye hacia delante y se pone como modelos parejas hoy triunfadoras que mañana serán polvo de estrellas? ¿Por qué no pueden entender que la vida “real” es la suya y no la que nos suponen? ¿ Y por qué no se sienten orgullosos de que su príncipe les imite a ellos en lugar de ser al revés? Ay, la compleja naturaleza humana, si ellos leyeran esta carta se mostrarían horrorizados ante la falta de romanticismo de esta misiva. Pero Cam, querida y entrañable Camila, no hay dicha mayor que dejar correr las palabras en libertad y confianza sabiendo que la persona amada las recibirá, separará el grano de la paja, lanzara ésta al viento con benevolencia, y se quedará con el grano. Creo que esto lo dijo alguien, me temo que no es mío, pero déjame que tenga algún gesto de príncipe y me quede con algo que me gusta.


         Tuyo, con todo mi amor, Carlos.























MARIPOSAS EN EL ESTÓMAGO












          A Margarita, desde pequeña, le fascinaban las mariposas. Entre los recuerdos más lejanos de su niñez, recuerda cuando una mariposa se posó sobre el alféizar de la ventana. Era de un color azul brillante, y en las alas tenía unas rayas marrones. La pobre debía venir muy cansada, porque movía sus alas transparentes con suavidad, con fatiga y al pararse se quedó inmóvil, sin aletear apenas, sujeta con sus gráciles patitas. Su madre le dijo: “No la toques, le quitarías al polvillo de las alas y ya no podría volar. Ahora está descansando”. Efectivamente, al poco rato emprendió el vuelo y desapareció. Ella sintió no haberle invitado a algo, como su madre hacía con las visitas. Si tenía que hacer un viaje muy largo, necesitaría comer para resistirlo. Pero estaba tan hechizada mirándola, que se le olvidó tener con ella esa muestra de cortesía.
Cuando hizo la Primera Comunión, la escogieron para salir en medio del altar y recitar un poema en nombre de todas sus compañeras. Antes de salir hacia la iglesia, mientras su madre le retocaba el pelo y arreglaba el lazo del vestido, le dijo que igual no sabía hacerlo, que se le olvidaba, porque estaba muy nerviosa y tenía el estómago revuelto… ”¡Bah!, no te preocupes, le contestó su madre, a eso se le llama tener mariposas en el estómago, pero como a ti te gustan mucho y son tus amigas, te ayudaran a salir airosa”. Y así fue.

           Volvió a sentir mariposas en el estómago muchas veces en su vida: en los exámenes de fin de curso, en el viaje de estudios. También cuando vino aquel chico nuevo al instituto, que era tan guapo y, que por cierto, nunca la miró. pero en cuanto recordaba que las causantes de sus alborotos internos eran las mariposas, inmediatamente se tranquilizaba y todo salía bien.

          Margarita creció y se enamoró, esta vez de verdad, y hubo muchas mariposas: con el primer beso, con su boda, en el nacimiento de sus hijos… Cuando sus hijos fueron mayores, vino un periodo de calma, en la que su vida estaba apaciblemente centrada, que no había mas que rodar por el camino conocido, familia, amigos, actividades culturales, encuentros con las amigas para llevar adelante sus proyectos, cafés y risas compartidas. Y en medio de aquella bonanza que todos presumimos inacabable en nuestras vidas, surgió un sobresalto: Un pequeño tumorcito, al que el médico no dio ninguna importancia: “Nada, esto lo extirpamos cada día y las posibilidades de que rebrote son casi nulas”.


        Margarita luchó con entereza, aguantó los tratamientos con optimismo entregando todas sus ganas de vivir, porque dicen que la actitud positiva es primordial para su curación. Así lo creyó y así luchó. Contó con el amor de los suyos y el apoyo de sus amigos. Cuando volvía del hospital encontraba su pueblo más bonito, el cielo más azul, el sol más brillante y a la gente más amable. Empezó a valorar más las cosas que antes le pasaban desapercibidas.

        Hoy ha ingresado en el hospital y ve a su alrededor gestos de preocupación y no acaba de creer que la línea que separa la vida de la muerte sea tan delgada y que la dama negra se haya cruzado tan pronto en su camino. Ella creía tener mucho tiempo por delante, pero la enfermedad había entrado en su cuerpo de puntillas, sin avisar y parece que no podía escapar. Fue como ese aire helador de Enero que te pilla por sorpresa, de noche, a la vuelta de una esquina, como si te clavara un puñal…Y se queda ya contigo como un ave con su presa.

       Esta tarde, en su cama del hospital, nota que las mariposas no se mueven, no la inquietan. Después de una larga lucha, uno se entrega a las manos de Dios, o del destino. Y descansa. Que sea lo que Dios quiera, piensa. Mira por la ventana y ve las mariposas allí, revoloteando como si la invitaran a ir con ellas. Les sonríe, como a unas amigas, cierra los ojos y se deja llevar suavemente.

























ROSTRO PÁLIDO












       Ignacio es un hombre de orden. Cuarenta y cinco años, casado, dos niñas. Vive en Torrejón de Ardoz y trabaja en el Ayuntamiento de Madrid. Inés, su mujer, lleva a las niñas al colegio y después se incorpora a su trabajo: media jornada en una Agencia de Seguros. Así ayuda a pagar la hipoteca del piso y controla los horarios del colegio de las niñas, las comidas, etc. Toda la familia es una familia de orden. Las niñas sacan buenas notas. El domingo van juntos a misa, a Ignacio no es que le mole mucho, pero en eso Inés es inflexible. Se aferra a la misa dominical como a un seguro contra la despersonalización, es el cordón umbilical que le une a sus raíces, a su infancia. No sabe si es fe o costumbre, pero cree que si suelta ese asidero, caerá en el vacío. Y rodará, rodará sin tino, perdida en esta inmensa barriada, donde nadie te mira, te vigila ni te juzga. O sea, que a nadie le importas. Ella necesita ir todos los domingos a la iglesia, como hizo siempre desde que su madre la llevaba de la mano. Eso le da seguridad, una seguridad oscura que en nada se fundamenta pero que la conforta y la exonera de elegir opciones dudosas. Así, se encomienda al criterio del párroco y descansa. Su marido lo lleva con filosofía. Si el celebrante lanza un sermón oscuro o incomprensible, sobre la relación impenetrable entre el Padre, Hijo y Espíritu Santo, ha perfeccionado la habilidad de excluirse y lanzar su pensamiento por otros derroteros. Según en que piensa hasta se sonríe, lo que produce una gran beatitud en Inés.

         Por ejemplo, hoy ha estado pensando qué demonios le ocurre a la pequeña que llora al entrar en el colegio, todos, todos los días. “Cada mañana monta el número” dice Inés. También se muerde las uñas compulsivamente sin que valgan mimos ni amenazas para hacerla desistir. Los dos creen que tiene algún problema, pero no adivinan que es. Su maestra es una chica joven, muy agradable, aunque de aspecto triste y desamparado. Da la impresión de que le pesan los niños. Les han hablado de llevarla al psicólogo, pero se niegan. No quieren entrar en esa dinámica, aunque reconocen que problema lo hay. A la salida de misa, fieles a sus bien estructuradas costumbres, se sientan en una terraza a tomar el aperitivo y Coca-Cola sin cafeína para las niñas. Pasa un muchacho joven, de pelo rubio, lacio y largo, tez pálida. Se para ante la mesa, saluda alegremente a Inés y a las niñas. Ignacio, ceñudo, lo atraviesa con la mirada como cuando Inés clava las agujas en el ovillo de lana, hasta el fondo. Lleva un traje demasiado claro, una camisa color malva y hay cierta languidez en su actitud, en sus ademanes, un puntito rebuscado, diría él. Cuando sigue su camino, Ignacio interroga a Inés con tono desabrido:


      -¿Quién es ese?

    - Es profesor auxiliar del colegio. Está esperando plaza y entretanto vigila el comedor, el recreo y cubre alguna baja...

      - Pues no me gusta nada. ¿No ves que pinta tiene? Vamos Inés, estás en la luna si no te das cuenta de que es de la acera de enfrente...

      - ¿Te quieres callar? Inés le clava la mirada y hace rápidos movimientos de cabeza señalando a las niñas que asisten al diálogo perplejas.

     - De toda la vida me han puesto nervioso, no los soporto, de verdad, los identifico a un kilómetro, los huelo como los chorizos calan a los maderos y se me erizan hasta los pelos del cogote...

     - Bueno, basta Ignacio


     Inés no era una mujer ni muy moderna ni muy abierta en sus ideas, pero era profundamente cristiana y aunque no se sabía los artículos de la Constitución, sabía que todos los hombres son iguales ante la ley, y sobre todo, creía en el Evangelio y éste dice que todos los hombres somos iguales ante Dios. Al mes de esta conversación, la profesora de la niña pequeña cogió la baja laboral por depresión y el “rostro pálido” como Ignacio le había apodado, fue nombrado para sustituirla en el colegio y pasó a ser profesor de la pequeña. Ignacio se puso histérico, quería ir él a recogerla por la tarde, quería presentarse a mitad de clase para ver como actuaba, como se comportaba con los niños... Y tuvieron una bronca con Inés tan monumental como no se recordaba en una familia de tanto orden como la suya. Si se encontraban por la calle, mientras David (así se llamaba el maestro) charlaba animadamente con su familia, él mantenía una actitud hostil y distante, no podía soportar el afecto que le demostraban las niñas.
        
        A los dos meses, Inés con una medio sonrisa regocijada, le comunicó que la niña iba contentísima al colegio, que ya no lloraba al entrar y además... ya no se mordía las uñas. Ignacio se tragó el sapo, pero dijo que seguiría vigilando y que seguía sin gustarle un pelo el pájaro aquél.


        Aquel 11 de Marzo, Ignacio se dirigió como todos los días a la estación a coger el tren de cercanías que le llevaba a su trabajo. En el andén coincidió con David.

     -¿Qué, ya ha terminado su contrato con el colegio? Preguntó con malignidad

     - No, no. Creo que la depresión de esa pobre chica va para largo. Por lo menos estaré hasta fin de curso y luego Dios dirá. Voy a Madrid porque necesito un certificado del Ministerio y debo recogerlo en persona.

       Ignacio pensó para sus adentros que si él fuera Dios ya le diría lo que pensaba de sus costumbres y desde luego no le renovaría el contrato. Cuando el tren llegó a la estación se despidió con gesto hosco y se metió en el primer vagón que le vino al pelo huyendo de él como del diablo. Pero el chico subió detrás de él y se colocó enfrente buscando romper el hielo con aquel padre tan montaraz. Ignacio pensó que iba dado si creía que le iba a dar conversación, desplegó el periódico y se enfrascó en la lectura con los músculos tensos y los pelos del cogote erizados. Menos mal que el viaje era corto y pasaba en un soplo.










MATAR A UN HOMBRE




      Miguel Angel tiene motivos para sentirse feliz. Es una hermosa mañana de Julio. De ayudar a su padre como albañil mientras estudiaba, ha pasado con su flamante título de Empresariales a trabajar de contable en una empresa de Eibar, con lo que ya puede pensar en casarse. De pronto algo duro se clava en su espalda y una voz que le conmina a introducirse en un coche. Antes de que bajara de las nubes, le han tumbado en el asiento. La pistola aprieta su cuello y un pañuelo oprimiendo su boca le hace desvanecerse.. Cuando despierta se encuentra en un estrecho recinto húmedo y oscuro y el mundo se le cae encima ¡le han secuestrado! Lo que tantas veces ha leído, esas historias truculentas de secuestros y rescates le está pasando a él. Pero ¿qué piensan obtener de su padre, un simple albañil y de él mismo que lleva 6 meses trabajando? ¿Qué pinta él, en el complejo entramado de políticos, empresarios, personas claves en el País Vasco? Si sólo es un chaval, concejal de un pueblo.


          Cuando aparecen sus captores con un bocadillo y un botellín de agua, la cara tapada no impide que, por sus movimientos vea que son unos chicos jóvenes, como él: “Tendréis padres y novia, como yo. Lo normal sería discutir nuestras diferencias en la barra del bar, con unos vinos y luego cada uno a su casa –les dice - Esto no me cabe en la cabeza”. Los ojos que hay detrás de la capucha son duros y fríos como perdigones y la voz metálica: “O reagrupan a los presos cerca de su casa, o en 48 horas te ejecutamos”.

        Miguel Angel suda debatiéndose entre la angustia y la esperanza. “Es imposible que les den lo que quieren, el Gobierno no puede ceder, pero negociarán, presionarán... pero 48 horas es tan poco, no dan tiempo... al final no lo harán, no lo pueden hacer, yo no soy una pieza importante, que absurdo es todo, no entiendo nada, ya han pasado 24 horas ¿se habrá enterado la gente, hará alguien algo por mí, o estarán todos en su trabajo o en la playa y mi drama será para ellos un asunto minúsculo?. Que tortura este aislamiento, me dejan un bocadillo y se van, no me quieren explicar... porque yo quisiera entender... El plazo ha concluido, pero no creo que se atrevan... ya vienen a por mí, me han atado las manos a la espalda y caminamos hacia el monte. El sol es cegador, hace calor, pero lo agradezco después de la humedad del zulo, respiro ansiosamente, quiero creer que me abandonaran atado a un árbol y se acabará esta pesadilla. ¡Pobre mamá! Evitan mirarme, como si yo fuera una cosa, pues no, soy una persona y me vais a oír. Mi cabeza estalla, no puedo estar callado, mientras camino pienso en voz alta: “¿Creéis que merezco morir sólo por pensar distinto que vosotros?. El disparo retumba y caigo al suelo, miró al cielo implorante; pero el cielo no tiene oídos y esta tarde Dios está ausente”.


        Cuando Calvino mandó a la hoguera a Miguel Servet, alguien dijo: “Matar a un hombre por defender unas ideas no es defender unas ideas, es matar a un hombre”







SELECTOR DE RECUERDOS


      Tomás apagó la televisión y la luz del cuarto de estar, cogió el mando a distancia y se dirigió al dormitorio depositándolo sobre la mesilla de noche . Entró en el cuarto de baño y, mientras se lavaba los dientes , escrutaba aquel rostro que iba cambiando con los años. No estaba mal para haber cumplido 76. Tenía las canas y las arrugas que le correspondían , pero ni una más. Ya se encargaba él de cuidarse , de mantener el ánimo. Por eso su cara reflejaba el sosiego de un hombre en paz consigo mismo y con el mundo. Su trabajo y sus trucos le costaban.. Terminó su aseo, se desvistió, colocó cuidadosamente la ropa colgada en una percha y se metió en la cama. Era el momento que más temía del día.

      Una de las cosas que había perdido con los años era el sueño. Cuando se cansaba de leer y ver la televisión se iba a la cama, pero ya sabía lo que le aguardaba: hasta que conseguía conciliar el sueño , la espera estaba poblada por un desfile de jinetes que habían cabalgado por los senderos de su vida. La interminable procesión de los recuerdos, tan larga como la de semana santa. nada más de cerrar los ojos, las imágenes que estaban agazapadas en las sombras, se hacían presentes con la determinación de hospedarse toda la noche. Un día se quejó a Marta, su doctora. Iba todos los meses a tomarse la tensión y a por las recetas para mantenerla a raya. Y con ella se saltaba su regla de no molestar, no quejarse , pasar como un ser casi inmaterial. Con ella tenía confianza para quejarse, solo un poquito:

       - Es que duermo muy mal

       - Tomás, las personas mayores necesitan menos horas de sueño. Con cinco horas tienen bastante.

      - Y el resto a pensar ¿verdad? Que acabo loco cuando todo el pasado se me echa encima. Si pudiera pasar esa rueda...; pero es continuo , incesante, pasan todos los recuerdos como caballos sobre mí y me dejan exhausto y desvalido"

      -Pues cambie de canal.

      -¿Cómo?

      Marta lo decía totalmente seria mientras iba escribiendo la receta.


     Tomás apagó la luz y tomó con fuerza el mando a distancia. Unos pensamientos le llevaban a otros. Se vio a sí mismo, pequeño, en el campo y de la mano de su padre. Se acuerda que el padre le soltó la mano y se puso a escardar unas hierbas. Y se acuerda que se puso a mirar fascinado el campo de trigo que tenía delante. Las espigas se balanceaban como si bailaran y parecía que lo llamaban invitándole a danzar con ellas . Se acercó y penetró en el campo, pero las espigas eran más altas que él y las ondulaciones producidas por el viento le envolvieron y se cerraron sobre él. Y ya no veía a su padre, solo tallos y tallos que habían convertido en trampa su invitación. Se dio media vuelta y se encontró prisionero , las espigas le rozaban ásperamente el rostro y entonces rompió a llorar con desconsuelo. Apartando la mies, apareció su padre como un dios salvador, lo cogió en brazos, lo elevó a lo alto y las espigas volvieron a ser inocentes hierbas mecidas por el viento. Qué pequeño debía ser para perderse en un campo de trigo y cómo era posible que recordara eso con tanta nitidez y ahora se olvidara al minuto de lo que acababa de hacer. Cómo era posible que recordara de memoria la dirección completa de sus tíos de Valladolid, a cuya casa iba cuando cumplía la mili. Ahora mismo la recitaba de memoria. Y veía la amorosa mirada de su tía cuando le daba el paquete de la ropa lavada en la que  siempre metía, subrepticiamente ya espaldas de su tío, un bocadillo. Era un buen hombre su tío, pero eran tiempos de escasez , de habas contadas y este sobrino soldado caía por allí con el hambre insaciable de sus veinte años y dejaba temblando la despensa. Cómo recordaba aquel tercer piso que subía en cuatro zancadas y al que se dirigía en cuanto lo soltaban del cuartel como si fuera al paraíso. Cariño, calor, merienda y la tierna mirada de su tía tan parecida a su madre. Recuerdos y más recuerdos. Ahora le daban un teléfono y cuando llegaba a tercera cifra, ya había olvidado la primera. Cuando se lo contó a la doctora, le dijo que la memoria es como una cinta que conserva intactas las primeras grabaciones, pero según pasan los años y se van depositando impresiones, la cinta se llena, ya no admite más, las cosas resbalan y no hay sitio para ellas. Sintió la presencia de su mujer al lado y extendió la mano. Era placentero recordar sus conversaciones en la cama y los planes que hacían para el futuro. Repasaba paso a paso , con delectación, lo que él decía y lo que ella le contestaba. Diálogos mil veces repetidos en sus noches de insomnio, tan grabados en su memoria como la foto de ella que tiene sobre la cómoda. Encerrada en un marco del que no puede salir. Presa en la misma edad. Si saliera del cuadro, ya no harían buena pareja, él se vería viejo a su lado. De repente, la situación cambiaba. Su mujer ya no le estaba hablando animádamente, ahora era un ser angustiado, comido por la fiebre y el dolor... Apretó el mando y cambió de cadena. Desapareció la dolorosa imagen y ahora se veía en casa, con ella y sus hijos pequeños, esponjado, feliz, riendo las gracias del más pequeño, en la fiesta del pueblo, en el bar con los amigos... Los amigos, Juan y Antonio, tantas cosas vividas juntos, la mili, la guerra...la guerra...la guerra.... ¡" No Tomás, no, por ahí no!¡Cambia de canal"!
Por la mañana vendría Pepita, la asistenta, que le arreglaba la casa y le hacía la comida, y entonces la casa cambiaba, desaparecían los fantasmas, los recuerdos, y toda ella se llenaba con la alegría de sus coplas y su charla de pájaro. Él la seguía mientras ella trajinaba porque le fascinaba su humor alborozado, su exuberancia y su incesante parloteo le transmitía algo de su dinamismo y vitalidad. A veces le decía:

       - ¡Ande, D. Tomás, alegre esa cara que está usted como una rosa! A su edad y no tener más que una miajica de tensión...., ya quisiera yo tener a mi suegro así. Al pobre lo tengo en una silla de ruedas , y con depresión, se comprende. Mi marido siempre descontento de su trabajo y solo soñando con jubilarse...., ¡anda que no le quedan años al pobre! Los chicos haciéndome rabiar, porque estudian lo menos posible y ni con un látigo los sacas de la televisión, pero ¿se cree usted que a mí me van a quitar la alegría de vivir? ¡Ni hablar! Porque yo, mire D. Tomás, a su casa vengo encantada, así salgo un poco de la mía, que ya ve usted el panorama que tengo. Aquí hay paz, tranquilidad, pero mire usted que yo quisiera verlo un poco más contento , más feliz.
       
          -Ya estoy contento, mujer . Pero no es una alegría de ponerme a cantar. Eso lo haces tú, que eres joven y expresiva. Mi contento es de otra forma, pero lo tengo, lo tengo. Soy consciente de que tengo mucho que agradecer. Por eso tengo una actitud positiva ante la vida . Mira, la felicidad no la regalan, te la ganas a base de renuncias, de bajar el listón de tus expectativas, de conformarte con lo que te va quedando. Si no puedes correr, andas. Si no puedes andar, te sientas a contemplar a los demás . Aprendes a valorar el reducido mundo que puedes abarcar con tus fuerzas,


       - ¡ Pero qué pico de oro tiene usted, dejaría hasta las cosas sin hacer por escucharles! ¿Ve usted por qué vengo tan contenta? Ni en mi casa , ni mis gentes, nadie me habla así de bien.

       Pepita, con la mirada extasiada, se dirigió a la habitación y volteó con fuerza las sábanas y de entre ellas cayó el mando a distancia. Lo cogió con gesto exasperado y lo llevó al salón colocándolo de un golpe sobre el televisor, mientras rezongaba:

      -¡Todos los días igual ! Dios mío, un señor tan sensato, tan educado y tan inteligente y hay que ver que rarezas tiene . Pues no se lleva todos los días el mando a distancia de la televisión a su dormitorio....¡y allí no tiene tele!









TAPAS VARIADAS


        Cuando los vecinos de la plaza vieron que en la esquina estaban montando un bar, les pareció un error. Hay muchos bares, demasiados en el sector y además lo construían unos ciudadanos chinos. Cuatro o cinco, todo el día y hasta altas horas de la noche. Lo montaron cuidado y elegante, con grandes ventanales a la plaza, amplio y cómodo. Los vecinos sonrieron un poco y comentaron, por lo bajo, que no tendría éxito. Que la gente del barrio que suele ir al bar le gusta encontrar tras el mostrador a gente de aquí, con la que se entienden a la primera, con quien discuten los grandes temas de su vida: fútbol, el trabajo, las calles, el Ayuntamiento y del Gobierno. Y ¿qué se entienden los chinos de nuestras cosas? No habría ambiente. Entre nosotros tenemos historia común, sobreentendidos que los demás no captan. Para muchos hombres que viven solos, o están jubilados, el bar es su segunda casa y que desde la barra les digan: “¿Lo de siempre, Manolo?”, eso no tiene precio.




       Terminaron las obras y se abrió. El señor de la silla de ruedas observó que había una suave rampa para entrar y, por curiosidad, sólo por curiosidad ¿eh? entró. Tres caras sonrientes le saludaron tras el mostrador con grandes muestras de alegría y le aconsejaron que se pusiera más a la izquierda, pues enfrente de la puerta cada vez que la abrían se colaba el frío.


      Haciendo tiempo hasta la hora de recoger al nieto entro en un bar a tomar un cortado. La gente entra y sale sin parar y se saludan amigablemente. En una banqueta junto a la barra está sentado un hombre mayor, de barba canosa y mirada pensativa. No habla con nadie, pero creo que está allí, atornillado en la misma banqueta, desde que abrieron el bar. Entra cuando lo abren y se va cuando lo cierran, parece un mueble más, pertenece a la decoración. En una mesa hay cuatro marroquíes degustando un te y hablando deprisa. En otras mesas se ve el partido. En una junto a la ventana una mujer guapa, rubia, con unos senos enormes se toma un café. Lleva cadenas de oro y sortijas en todos los dedos, habla sin cesar a su acompañante, un muchacho moreno, de pelo negro y rizado, evidentemente más joven que ella. Saca de una bolsa unas ropas que ha comprado y se las enseña. Un jersey blanco, un chal de colores y, sin el menor pudor, un sujetador de proporciones descomunales, que aterroriza a su acompañante, el cual asiente en silencio mientras pide a Alá que la tierra se lo trague. Envarado, incómodo, sin atreverse a mirar a los lados, mientras ella discursea sobre cosas menudas, cotidianas. Revuelve su bolso, saca una barra de labios y se pinta sin mirarse al espejo. Finalmente le deja un billete en la mano, sin alardes, pero sin esconderlo y la bolsa de sus compras con un displicente: “Llévalo a casa y compra el pan”.


         Al levantarse, se la puede ver vestida con una falda minúscula y unas bota doradas. Se echa el bolso en bandolera y sale a la calle. Mueve la melena rubia y acomoda su jersey ceñido a su escaparate de propaganda. Sabe que las primera miradas irán a parar a la piel blanca de su escote y a la mitad de su abundante pecho que ella procura dejar a la vista. Entre tanto, el joven al quedarse solo se yergue recuperando un aire seguro. Saca un paquete de Winston, rebusca en sus bolsillos y pide fuego al vecino de mesa, que se excusa diciendo que no fuma. Se levanta y va hacia la mesa de los marroquíes. Es igual que ellos, quiere fuego, pero también sentarse a su mesa, compartir el té, sus risas y su conversación. Les pide fuego y hay un instante de silencio. Han cesado las conversaciones y las risas. El ambiente se ha helado. Todos los rostros expresan censura y, sin contestar, fríamente, le alargan un mechero y le vuelven ostensiblemente la espalda. El joven musita un gracias casi inaudible y vuelve a su mesa. Y se queda solo con su té, su cigarro y la bolsa de las compras, otra vez disminuído, apocado, con la cabeza gacha.







DESDE MI RINCON


      Saboreo mi café y, según mi costumbre, observó a los clientes. En una mesa hay cuatro marroquíes tomando té y charlando animadamente. El señor con barba canosa y aire ausente se sienta siempre en la misma banqueta, vayas a la hora que vayas, siempre está en el mismo sitio como si lo hubieran atornillado, pertenece a la decoración. En la mesa junto a la ventana hay una mujer rubia, guapa, con unos senos enormes. Lleva cadenas de oro y sortijas en todos los dedos y habla sin cesar a su acompañante, un muchacho moreno, de pelo negro rizado que le escucha con la cabeza agachada. Abre una bolsa y enseña sus compras: un jersey blanco, un chal de colores y, sin el menor pudor, un sujetador de proporciones descomunales que aterroriza a su acompañante y le hace bajar aún más la cabeza. Envarado, incómodo, asiente al parloteo de su acompañante. Ella revuelve en su bolso, saca una barra de labios y se pinta sin mirarse al espejo. Finalmente le pone un billete en la mano, sin alardes, pero sin esconderlo, le da la bolsa de la ropa y le ordena: “Llévalo a casa”. Se levanta, se echa el bolso al hombro y sale a la calle taconeando con sus botas doradas, ahueca su melena y acomoda el jersey ceñido a su escaparate de propaganda. El joven al quedarse solo recupera un aire seguro. Saca un cigarrillo y se dirige a la mesa de los marroquíes pidiendo fuego. En la mesa se hace un silencio helado. Los rostros expresan censura, le dejan el mechero y vuelven la espalda. El joven musita un gracias casi inaudible y vuelve a su mesa. Y se queda solo con su té, su cigarro y la bolsa de las compras, otra vez disminuido, apocado, con la cabeza gacha.





EL BUS TURÍSTICO



       Luis, sentado en el sillón del cuarto de estar fingió dormitar cuando su hija se acercó a él. Ella le arregló la manta sobre las rodillas, apagó la tele y le dejó cerca el mando a distancia, las gafas y el periódico. Papá –murmuró- voy al 12 de Octubre, tardaré en volver, pero tú tranquilo. Luis no dio señales de haberla oído, pero cuando oyó cerrarse la puerta, apartó de un golpe la manta, se puso en pie y se acercó al balcón hasta que vio a su hija dirigirse a la parada del autobús.
Hoy era el gran día, iba a realizar el sueño que llevaba anhelando tanto tiempo. Cogió el abrigo, la bufanda, las llaves, la cartera, comprobó que llevaba dinero y, como un delincuente, mirando hacia todos los lados, bajó todo lo rápidamente que le permitían sus piernas, a la calle. Se dirigió a la parada del bus turístico, tomó su billete y se dirigió arriba por las estrechas escaleras. La azafata, una niña, como si fuera su nieta, le advirtió: Señor, arriba hace un poco de fresco ¿por qué no se queda abajo? Luis agradeció el consejo pero denegando con la cabeza subió al piso superior y se acomodó en el primer asiento. Desechó los auriculares y miró los paseos, las plazas, las calles que durante tantos años había recorrido y los edificios singulares que había explicado a los turistas que cogieron su taxi. Ahora, una maldita enfermedad y los malditos años, lo tenían preso en casa, a él, que pasó su vida recorriendo Madrid de punta a punta.


         La conductora del bus y la azafata charlaban de sus cosas, apenas llevaban gente, y era entretenido charlar en el calor acogedor del bus, pasando por los mismos lugares conocidos mirando a la gente que pasaba azotada por el viento y el frío. En un momento dado, la azafata dio un salto y preguntó: oye ¿tú has visto bajar al señor mayor que subió a primera hora? La otra denegó y se cruzaron una mirada asustada. Subió en cuatro saltos al piso de arriba y allí en el primer asiento estaba Luis, inmóvil, con una expresión de beatitud. Ella se tragó que estaba muerto. Aterrada, le tocó en el hombro y el hombre se volvió. ¿Sabe usted que lleva 3 horas en el autobús y que hace un frío del carajo? Luis la vio más asustada que enfadada y le contestó:


        -No te preocupes, mi niña, ni tengo frío ni calor, y no me importaría morir aquí, recorriendo las calles de Madrid.

         Rocío lo cogió del brazo y le ayudo a bajar la escalerilla. Andrés, entumecido se dejaba llevar y murmuró:


       - “Tengo que bajar en la plaza de Isabel II y llegar a casa antes de que vuelva mi hija…”
      
       -Ya le vale, abuelo, ya le vale – cabeceaba Rocío-










¡ES LITERATURA, ESTÚPIDO!



       Salgo de casa a toda prisa, pues hoy comienzo el curso de creación literaria. ¡Maldita sea! Llueve a mares y yo sin paraguas; pero adelante, si vuelvo a por él llegaré tarde. Me refugio en la marquesina, con un ojo vigilo la llegada del autobús y, con el otro, voy leyendo a Antonio Muñoz Molina. ¡Me encanta su agudeza y las adscripciones, más bien disecciones, de algunos personajes!
   
       Bajo del autobús, el agua cae torrencialmente y a ráfagas, como si el cielo tuviera prisa, como fuera urgente descargar toda la que nos negó desde el verano. El chico que baja detrás de mí quiere esquivar un charco y me propina un empujón que arroja mi libro al suelo:

     - "Perdone -dice- le he tirado el libro"

      Le dirijo una mirada asesina , recojo mi ejemplar chorreando de agua y barro y le contesto:

       -"Esto es más que un libro. Es literatura, estúpido!"









DETRÁS DE UNOS OJOS AZULES



        Esta noche habrá una estrella más en el firmamento. Se ha ido para allá el hombre de la mirada fascinante y la sonrisa entre medias. El hombre cuya cabeza parecía esculpida para representar un dios griego. El hombre que, desde la pantalla paseaba sus ojos azules sobre los espectadores y los dejaba clavados en la butaca, rendidos. Sin aliento. Pensando como cabía en ser humano tal perfección, tal belleza y tal magnetismo. Pero si tras ese físico espléndido no hubiera un hombre con las virtudes morales que le adornaban, creo que no hubiera podido encantar así a la gente. Coherente con sus ideas, generoso, daba buena parte de su fortuna para ayudar a los demás. Era fiel, 50 años con la misma mujer. Era guapo y no se lo creía. Era un triunfador y eso lo llevaba al hombro, como una chaqueta de punto. Se tomó la vida en serio y devolvió al mundo el ciento por uno. Con elegante discreción se ha ido a morir a casa.

      ¡Jóvenes! ¿No buscáis modelos a quien imitar? Ahí tenéis uno. Guapo, rico y famoso ¿no soñáis vosotros con eso? Pues adelante, no podréis tener sus ojos, pero copiad su sencillez, su elegancia, su altura moral, su generosidad.


       Si llevara sombrero me lo quitaría ante Paul Newman.







SARA



         Sara está sentada ante su entrevistadora con la cabeza erguida. Viste una especie de "sari" que disimula los estragos que el tiempo hizo en su cuerpo. Calza unas sandalias e tiras y lleva una pulsera en en el tobillo derecho. Un día le dijeron que era una diosa y se lo creyó. Se subió a un pedestal y asumió el papel de un mito, creyendo que su belleza era inmarchitable. Lleva en las manos y el pecho joyas de tamaño imposible y de precios espeluznantes. Su pelo, peinado tirante hacia atrás, deja ver su cara impávida, redonda, con los labios cerrados y los ojos agrandados hasta lo inverosímil por medio palmo de pintura alrededor. La cara, estucada pacientemente con una generosa capa de maquillaje, apenas se mueve. Contesta a las preguntas de la entrevista sin mover un músculo, abriendo apenas los labios, sin gesticular. La entrevistadora teme que, con el calor de los focos, el maquillaje se seque , se resquebraje y empiece a caer a trocitos sobre el pavimento. Yo cierro los ojos y la veo entrar en casa, arrojar las sandalias de tiras que la están matando, ir escurriendo de sus manos los kilos de joyas y tras recoger los restos del maquillaje, cuarteado, emerger el rostro arrugado de una encantadora viejecita.









EL ÚLTIMO VERANO





       Francho vivió aquel verano con una intensidad desesperada. Subió y bajó al río, pescó ranas y pequeños peces con su red. Hizo innumerables viajes al huerto de su abuelo y se subía a los árboles atrapando los primeros albergues que amarilleaban entre las hojas, desoyendo sus consejos que le anunciaban grandes males, pues en su pueblo a los albergues verdes les llamaban “matachicos”. Corrió, sudó, dejó que el sol “se le sentara en la cabeza” y acabó en la cama con fiebre. Necesitaba vivir deprisa, porque la vida, su vida, se le acababa. Cuando salió de la fiebre, bajó al huerto, pero ya no corría, la fiebre le había dejado las piernas flojas y ni siquiera tenía ansía por subir a los árboles. Su padre estaba regando y se afanaba de un lado al otro abriendo surcos para que el agua llegara a todas las plantas. Sin decir nada, Francho se dio media vuelta fue hacia la acequia y cerró la tajadera. Era lo último que podía hacer para expresar su disconformidad, su rebeldía ante sus padres que habían decidido la clase de vida que llevaría de ahora en adelante sin contar con su parecer.

         Remontando la cuesta de vuelta a casa, oyó las imprecaciones de su padre buscando por todas partes al hijo de p… que le había cortado el agua. Otras veces se hubiera reído, pero hoy no. Hoy era el día más triste de su vida.









EL EBRO BAJA CORRIENDO



        El Ebro baja corriendo. Le han avisado que allá, por Zaragoza, su caudal languidece, los islotes ganan terreno, avanzan las graveras, los patos en lugar de nadar, andan y ayer una bandada emigraba por el carril-bici con la mochila al lomo. Un siluro los miraba con la boca abierta emboscado en un arco del Puente de Piedra. Se han despedido de San Pablo y del Pilar, de torre a torres, pues esos eran sus límites y fuera de esas líneas no se aventuraban.

        El Ebro baja corriendo y llama en su auxilio a sus hermanos, el Huerva, el Gállego, el Jalón. Con todos ellos se ensancha, abraza las orillas, lame el Puente de Piedra, riega generosamente los campos sedientos antes de introducirse voluptuosamente en el mar.  Pero no contéis conmigo siempre, dice. Soy voluble, caprichoso. Hoy soy millonario, pero regalo lo que tengo y después me veo seis meses en la penuria como el hijo pródigo.








LAS GALLINAS QUE NO HAY



         Los dos abuelos pasean lentamente dando la mano a una niña de apenas tres años. Lo tienen todo hecho, el porvenir les depara pocas sorpresas, han llegado a puerto. Si miran atrás recuerdan las turbulencias de su vida, los problemas y planes que la hicieron interesante. Ahora miran escépticos el tsunami de esta sociedad revuelta y ya no están de acuerdo con su marcha, ni en lo político, lo religioso, ni en los valores que esta sociedad admira y que no son los que ellos defendieron, pero ya es tarde para cambiar el mundo, tendrán que hacerlo otros.

-¿Dónde quieres que vayamos?   -  preguntan a la pequeña.

-Vamos a la era, a ver las gallinas que no hay.

        Sorprendidos por su respuesta, se encaminan no obstante hacia la era y se paran ante el gallinero vacío. Entonces la niña, con voz queda dice mirando el espacio:


     - El yayo comprará pollitas, la yaya las cuidará, se harán grandes y darán huevos…


     Y a los abuelos se les hace un nudo en el corazón, porque desde sus tres años, la niña es capaz de ver un porvenir en un gallinero vacío, su cabecita tiene un sueño y es capaz de escenificarlo y darles un a lección.











ÍNDICE




Prólogo.......................................................................................................................... 2
Muchas gracias, amigos y amigas................................................................................ 4
Presentación de "Las margaritas no son inocentes"......................................................6
Reflexiones de una mujer...dedicadas a los hombres...................................................17
El bastidor....................................................................................................................20
Victoria.........................................................................................................................23
Sueños de grandeza......................................................................................................28
El Más-allá...................................................................................................................32
La última lección..........................................................................................................41
Amor primero...............................................................................................................53
Mariposas en el estómago............................................................................................57
Rostro pálido................................................................................................................60
Matar a un hombre.......................................................................................................64
64Selector de recuerdos...............................................................................................66
Tapas variadas..............................................................................................................71
Desde mi rincón.......................................................................................................... 74
El bus turístico.............................................................................................................75
¡Es literatura, estúpido!................................................................................................77
Detrás de unos ojos azules.......................................................................................... 78
Sara..............................................................................................................................79
El último verano..........................................................................................................80
El Ebro baja corriendo.................................................................................................81
Las gallinas que no hay...............................................................................................82

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