Con la autorización de su autor, introduzco aquí para mis lectores el ingenioso relato de lo que podría ser una sabia decisión. Ha llegado la hora de la Concordia y, por tanto, la oportunidad de la Franja que es la Costura de España donde se salvan las diferencias aproximando a los bordes de ambos lados. Eso es lo que siempre he pensado, y lo que me gustaría ver y celebrar en realidad de verdad.
MACONDO
2
(José Ignacio González Faus)
A
Gabo, esplendor del realismo mágico (abril del 2014).
Ocurrió
simplemente lo que se veía venir. Como el gobierno español no
autorizaba el referendum que pedían muchos catalanes, disolvióse el
Parlament y se convocaron unas elecciones autonómicas, que nacían
convertidas en referendum publicitario. Otra vez, como en los tiempos
de Pancho López “lo que tenía que pasar, pasó”: CiU todavía
bajó unos peldaños más, y ERC logró una justa mayoría absoluta.
Nada más tomar el poder, el nuevo President de la Generalitat,
declaró de forma unilateral la independencia de Catalunya.
El
Gobierno del PP se encontró así ante una de las más difíciles
opciones de su andadura: una parte del ejército reclamaba una
inmediata intervención armada, al mando del teniente coronel Tejero
o de su espíritu. Otro sector de los militares y de la sociedad
argüían que, desde que nos hemos vuelto posmodernos, los valores
más sólidos como la unidad de la patria se han vuelto líquidos y
los ánimos ya no están para grandes relatos ni para correr
demasiados riesgos. Además, esa intervención daría a ETA razones
para recomponerse y volver al terrorismo; lo cual aún complicaría
más las cosas. El general Mellado pensaba que, en su fuero interno,
lo que le movía era un imperativo ético de no disparar contra
hermanos suyos; pero sabía que de esgrimir ese argumento le
tacharían de cobarde, porque en su entorno pensaban que no había
más imperativo que el que dictan las narices, dicho sea
eufemísticamente. La posmodernidad, con su humilde fin de los
grandes relatos, suministraba argumentos tranquilizadores. Pero los
tejeros y los tejanos se ponían firmes y amenazaban con dejar sin
apoyo al gobierno.
En
medio del caos, el Mister Obama y la Frau Merkel avisaron al
presidente español que no tolerarían un solo tiro porque ya tenían
bastante con una Ucrania. Visto lo cual, los ministros de economía
comenzaron a explicar que una guerra, aunque sería muy justa, podría
quitarnos los bretes bordes (perdón: los brotes verdes) que nos
estaban saliendo. Y hasta, por algún rincón de la España profunda,
doña Esperanza que tenía un hijo en edad de ser llamado a filas,
confirmaba eso mismo ya más tranquila, aunque dando otra razón:
“que yo se lo pedí mucho a san Judas Tadeo que nunca m’ha
faltao”.
El
hecho es que el gobierno español encontró argumentos y ejemplo en
el proceder de Obama, cuando intentaba doblegar a Putin con medidas
económicas más que militares. Y en un gran discurso al país
proclamó el presidente que su gobierno siempre había hecho “lo
que tenía que hacer” por difícil y duro que fuese. Que, por eso,
había decidió iniciar inmediatamente el trasvase del río Ebro para
dejar a Catalunya sedienta de España. Añadió que esa medida ya
debería llevar años en vigor, de no ser por la culpa del anterior
gobierno que, tras ganar dudosamente unas lecciones, decidió no
ponerla en práctica. Y que a ellos siempre les tocaba corregir los
errores del gobierno anterior, lo cual les impedía gobernar como les
gustaría.
Para
ese trasvase, que se evaluaba en varios miles de millones de euros,
era preciso imponer nuevos sacrificios a una sociedad que ya había
hecho tantos para salir de la crisis, “precisamente ahora en que
comenzábamos a dejarla atrás y los ricos estaban ya creciendo”.
Pero el Presidente tenía una gran fe en su pueblo porque sabía que,
con Cataluña o sin ella, “somos un gran país”. Y además,
gracias a esa gigantesca ingeniería, se iban a crear nuevos puestos
de trabajo.
De
momento, semejante decisión alarmó a algunas izquierdas desunidas
que tenían ya la convicción de que, para el partido en el poder, la
mitad más débil de los españoles sólo son tales a la hora de
pagar, nunca a la hora de recibir. Pero el discurso de la izquierda
fue fácilmente sofocado por el eslogan de buena parte del pueblo que
se sentía dispuesta a más sacrificios si eran “pa joder a los
catalanes”, más la expectativa de que con ese trasvase se
aliviaría la sequía congénita de Murcia, evitando definitivamente
conflictos con la región castellano-manchega por las aguas del Tajo.
Incluso la Real Academia de la Lengua elaboró un anuncio emitido por
RNE la SER y otras varias cadenas, en el que se decía: “Decidir es
determinar el uso que de una propiedad va a hacer aquél que la
posee. ¿Es el Ebro propiedad de los españoles? Sííí pues que
nace en la sierra de Reinosa, provincia de Santander. Por tanto, y
hablando en pura democracia: ¿tienen derecho los españoles a
decidir lo que van a hacer con las aguas del Ebro? Natural, natural,
natural.”
Pero
si en este mundo nunca llueve gusto de todos, menos se trasvasa a
gusto de todos. El anuncio del Presidente español alarmó y molestó
al gobierno de la RI.CAT (República Independiente de Catalunya, como
se llamaba el nuevo estado) que no había pensado en cosas de ese
tipo, atento como estaba a desprenderse de tantas camisas azules como
el agua de nuestro mar imperial, que él veía por todas partes. Por
eso, como primera respuesta, Catalunya suprimió la cooficialidad del
castellano que acababa de ser proclamada en la nueva república. Ello
desató inacabables algaradas movidas por los castellanohablantes y
algunos bilingües catalanes, que esgrimían el derecho a decidir en
qué lengua habla cada uno, como un derecho democrático fundamental
que está por encima de todas las leyes. Pero, para el Govern,
semejantes algaradas eran moco de pavo al lado del inmenso problema
que podía suponer para Catalunya la falta de agua, a la que algunos
añadían la previsión de más incendios forestales en cuanto
volviese el verano. Precisamente por aquellos días, Catalunya estaba
soportando una de sus sequías clásicas y prolongadas, con los
pantanos por debajo del 25% de su capacidad y con la conocida
desilusión de que todos los anuncios de lluvia apenas dejaban cinco
o seis litros por metro cuadrado en un par de días.
El
problema era que la lengua sola servía para cantar el Virolay o Els
segadors, pero no arreglaba las sequías ni aunque se la usara para
hacer rogativas. Por eso había que actuar rápidamente, y el Govern
se veía ante dos opciones: “si no tenemos lluvia tenemos mar”,
lo cual significaba llenar toda la costa de plantas desalinizadoras,
aunque eso podría dañar al turismo y luego no se sabría muy bien
qué hacer con toda la sal quitada al agua. “Ja trovarem la manera
de fotrela als castellans” respondían los partidarios de esta
alternativa.
La
otra opción era afrontar decididamente el trasvase del Ródano,
evocado también en épocas pasadas. Ello supondría una negociación
con Francia que no iba a ser nada fácil: porque Francia también
vivía hundida en crisis económica y su desprestigiado gobierno
podría aprovechar la negociación con alguien ahora más débil,
para pescar en río revuelto. En cualquier caso, la solución era muy
costosa económicamente y otra vez habría que ver de dónde sacar
los fondos para ella.
No
tienen claro los historiadores por cuál de las dos opciones se
decantó aquel Govern. Lo que sí es cierto es que, tratándose de un
gobierno de izquierdas, se recurrió en seguida a la solución más
ética de gravar impositivamente a las mayores fortunas del país, y
hacerlo además de manera considerable, para financiar las medidas a
tomar. Pero entonces sucedió lo inesperado más esperable: los Laras
y Grifols, los Millets y Montulls, los Laportas y los Díaz-Ferranes
catalanes renunciaron inmediatamente a la nueva nacionalidad para
reclamar pasaporte y hasta domicilio español o francés. No por
falta de patriotismo, entiéndaseles bien, sino al revés: porque a
la identidad catalana que ellos habían defendido siempre, pertenece
aquello de que “la pela es la pela” y algunos falsos patriotas
desfiguraban esa verdad sagrada, como si quisiera decir que la pelea
es la pelea. Pero hasta un famoso como Gérad Dépardieu les había
dado ejemplo, porque también en Francia vige ese principio tan
fundamental de la Modernidad de que “les affaires sont les
affaires”. No hay ni que mencionar que inmediatamente fueron
recibidos en sus nuevas patrias de adopción, porque, como declaró
el jefe del gobierno español, “nosotros siempre hemos sido
hospitalarios, digan lo que digan”.
He
aquí por qué un gobierno de izquierdas se vio obligado a meter otra
vez la tijera en la sanidad, en educación, en los IVAs, en los
BIENEs y en los bolsillos de los más pobres que, por vacíos que
estuvieran, como eran tantos, pues ya dice el refrán que “muchos
amén al cielo llegan”. Y en este caso se trataba de llegar mucho
más cerca que del cielo. Simplemente al Ródano.
Y
estas son las paradojas que vuelven tan extraña a la historia: al
revés de lo ocurrido en años anteriores, el nuevo gobierno catalán
de izquierdas se veía inundado de protestas sociales,
manifestaciones, huelgas y otras algaradas de ésas que obligan a los
ministros de gobernación a cambiar todos sus principios, caso de que
los tengan. A la vez, otro gobierno de derechas casi extremas, que
estaba poniendo en ejercicio medidas similares o peores a las de
Cataluña, para financiar el trasvase del Ebro, se veía libre de
tales desórdenes. No precisamente por amor patrio el cual, por
grande que sea, casi nunca llega al bolsillo, como también le suele
pasar al amor de Dios, sino simplemente por la expectativa de que las
aguas trasvasadas abrirían espacio a nuevas prosperidades y, sobre
todo, porque había que dar una lección a los catalanes. Ya se sabe
que nada une tanto a los hombres, o mejor: la única cosa que
realmente los une de veras, es tener un enemigo común, que pueda
servir de víctima propiciatoria (o de cabrón emisario para
entendernos mejor). Eso que tan lúcidamente demostró Réné Girard.
Pues ahora, he aquí que España tenía un enemigo común y Cataluña
ya no lo tenía.
Tanto
iban enconándose los ánimos que Naciones Unidas decidió convocar
una reunión del Consejo de Seguridad para abordar el tema. Pero
Catalunya, temiendo una resolución negativa porque la ONU quería
acabar pronto con el problema, compró secretamente el veto de Rusia,
susurrándole que España, empobrecida por la secesión, buscaba
enriquecerse a costa de Rusia, vendiendo a toda Europa el gas que
recibía de Argelia. Cuando pasado un tiempo, parecía que semejante
amenaza no era demasiado seria, fue Cataluña la que presionó para
conseguir una nueva reunión del Consejo de Seguridad. Pero esta vez
fue España la que, temiendo que Naciones Unidas aceptase una
política de hechos consumados, que es lo único para lo que sirve,
compró el veto de China, prometiendo inversiones chinas en terreno
español, a las que se garantizaba la exención de todo tipo de
normativa social o ecológica…
Ante
tamaña inoperancia, la RI.CAT preguntó a la Unión Europea si tenía
garantías de poder entrar en Europa, para presentar cuanto antes la
solicitud de admisión. La UE atravesaba una época de descrédito
entre otras razones por su total incapacidad para conseguir una
política exterior común. Por otro lado, temía que una decisión
que desagradase a una de las partes en litigio, podría provocar que
la parte descontenta denunciase públicamente la hipocresía del ACTI
(Acuerdo Trasatlántico de Comercio e Inversiones) que estaba
negociando secretamente con Estados Unidos. Ello molestaría mucho al
amigo americano después del fracaso anterior del AMI (Acuerdo
multinacional de inversiones), cuyas negociaciones hubo que paralizar
tras hacerse público, debido a las grandes protestas de la opinión.
Viéndolos
en ese dilema, un parlamentario español del PP aconsejó a la
Comisión escuchar el coro de doctores de la zarzuela “El rey que
rabió”, no sin antes aclarar que ese título no se refería para
nada a D. Juan Carlos por los problemas de su yerno con la justicia:
pues la tal zarzuela era muy anterior a los disgustos de la otra
Zarzuela. Reconoció no obstante que buen parte de culpa en
semejantes disgustos la tenía el monarca, por permitir que sus hijos
contrajeran matrimonio con gentes plebeyas, y no con miembros de la
nobleza o de familias reales. La Comisión europea visionó íntegra
esa zarzuela con minúscula y se cuenta que el Sr. Durao Barroso
elogió públicamente su sabiduría, alabando las aportaciones
hispanas a la cultura universal, tantas veces interesadamente
ignoradas.
De
acuerdo con ello, la autoridad europea emitió un dictamen minucioso
en el que se decía que “juzgando por los síntomas de este
berenjenal” y siguiendo la opinión de “doctores sapientísimos
que hemos estudiado bien”, Cataluña en la UE podrá entrar o no
podrá entrar. Para remachar con firmeza en la conclusión: “de
esta opinión, nadie nos sacará: Cataluña puede entrar o no puede
entrar”.
La
prensa mundial alabó la sabiduría del dictamen que volvía a poner
a la UE en la pista de lo que Stephen Zweig calificara, en una obra
memorable, como “el legado de Europa”: esa primacía del logos y
de la razón sobre las pasiones humanas.
Pero,
como a veces sucede en esta vida, donde no hay nada más inoperante
que algunas formas de sabiduría, esa decisión hizo que Cataluña se
sintiera en un laberinto de Creta, con el minotauro ya muerto y sin
saber cómo salir. Pero plenamente convencida, como siempre, de que
toda la razón estaba de su parte en la cuestión del trasvase del
Ebro, decidió recurrir al Tribunal Penal Internacional, presentando
allí una denuncia contra España, no sólo por el tema del agua
sino por mil injusticias más que muchos catalanes sabían muy bien,
por llevarlas apuntadas en las agendas de sus “smartphones”.
El
TPI tenía poco trabajo porque, como Estados Unidos no lo reconocía,
más de la mitad de las demandas recibidas quedaban sin poder
activarse. Por eso puso manos a la obra en seguida y emitió un
dictamen que ha pasado a la historia como el segundo juicio de
Salomón. Visto que cada una de las dos partes llevaban tanto tiempo
peleándose, sin que hubiera sido posible ni siquiera que se sentasen
a hablar en torno a una mesa con unas botellitas de agua mineral, y
visto que ambas partes se parecían a las célebres mujeres del
juicio salomónico que pretendían ser “la verdadera madre” del
niño en litigio, no quedaba más camino que borrar del mapa a
entrambos estados o naciones contendientes: por lo cual, ambos serían
bombardeados atómicamente a partir de los dos años de emisión de
la sentencia para que, en ese lapso de tiempo, quienes quisieran
salvar la vida porque no se sentían primariamente ni españoles ni
catalanes sino seres humanos, pues tuviesen posibilidad de emigrar a
donde pudieran. De este modo, además, la humanidad se desharía de
una buena proporción de sus arsenales nucleares que cada día iban
siendo más peligrosos porque estaba creciendo la probabilidad de que
algún día cayeran en las manos de terroristas incontrolados y
talibanes sin cuento, que cada vez pululaban más por el planeta.
También
esta decisión fue muy aplaudida por la opinión mundial. Inglaterra
se apresuró a declarar que no podría recibir muchos de esos nuevos
inmigrantes, porque era una isla de proporciones limitadas. Pero
estaba dispuesta a hacerse cargo de todos los tesoros del Prado o de
las pinturas románicas de Montjuic, salvándolas así para la
humanidad. Para esos tesoros sí que había espacio en el British
Museum: y más ahora cuando corrían rumores de que Egipto o Siria
iban a reclamar todas sus obras de arte deslocalizadas en aquel
museo.
Aquí
las crónicas históricas se vuelven también confusas y falta
documentación fiable. Pero sostienen muchos historiadores que, como
el miedo y la ansiedad han pasado a ser componentes de nuestra
modernidad, aparecieron en seguida mafias que avisaban de la
conveniencia de huir cuanto antes porque si no, al final, habría un
serio peligro de no ser recibidos por la aglomeración inasimilable
de refugiados; y quien no se animara a escapar cuanto antes, corría
el riesgo de morir en un bombardeo atómico. Lo cual, según
testimonio de quienes setenta años antes habían sido víctimas de
semejante desgracia, era realmente terrible.
Fue
así como muchos celtíberos se vieron dejando la península, unos en
yates o embarcaciones personales, otros en barcos de pesca, en
lanchas o en pateras incluso, porque sólo los que son previsores
pueden garantizarse un futuro. Unos iban en dirección a Lampedusa
porque temían no ser recibidos en Ceuta o Melilla por ser catalanes,
otros preferían dirigirse al África, tanto en dirección a
Marruecos o Argelia como hacia los enclaves hispanos en territorio
africano. Pero he aquí que las mismas mafias que los embarcaban
habían fundado ya una empresa llamada International Concert (“Ay
Sí”, según la pronunciación inglesa de sus iniciales) la cual se
encargó de rodear todos los destinos citados con vallas, cuchillas,
concertinas y demás elementos simplemente disuasorios, que de
ninguna manera pretendían ser violentos sino sólo garantizar el
derecho a decidir que tiene cada pueblo sobre quién recibe dentro de
sus fronteras.
Todos
aquellos países justificaron la medida arguyendo que no les cabían
más inmigrantes pero que, para mostrar su buena disposición hacia
España y Cataluña estaban dispuestos, siguiendo el ejemplo de
Inglaterra, a cobijar todos los tesoros artísticos de ambos países
y salvarlos para el futuro de la humanidad. Alemania incluso parece
que estaba decidida a trasladar piedra a piedra toda la mezquita de
Córdoba y recolocarla en el centro mismo de la Kurfürsterdamm de
Berlín. Pero se encontró con que los Estados Unidos habían
proyectado ese mismo traslado para colocar la mezquita donde antaño
habían estado las llamadas “torres gemelas”, convirtiéndola en
un Centro comercial que se llamaría “el Corte cordobés”. De
este modo. además, se evitarían definitivamente litigios religiosos
en torno a la mezquita.
Parece
ser que ambos proyectos requerían mucho más tiempo del que permitía
la resolución del TPI y por eso al final, gracias a la ciencia, se
consiguió volver inteligentes a las bombas atómicas, de manera que
arrasaran toda vida y toda posibilidad vital en la península ibérica
respetando, eso sí, todas las ruinas y valores del pasado. Pero
sobre este final, se hallan muy divididos los historiadores.
Entre
tanto el Guiu y la Belén no sabían qué hacer. Ambos vivían en
Barcelona. Él era catalán y ella andaluza. Se habían conocido en
Alemania cuando uno de los dos era becario y el otro emigrante. No
tenía él ocho apellidos andaluces ni ella ocho apellidos catalanes,
pero era una de las parejas más felices de Catalunya porque ambos
sabían que el cariño, cuando es verdadero, no tiene más apellido
que el de amor y soporta mil apellidos iguales. Ella había aprendido
catalán, aunque lo hablaba con tal acento que casi no se la entendía
cuando decía “ca vegá” o que “aizó e la política e una
dizbauza”. Las amigas le sugerían que mejor hablase castellano
porque les era más fácil de entender un castellano andaluzado que
un catalán andaluzado. Pero ella seguía hablando lo que le daba la
gana, respondiendo a las amigas que “el zeu catalá” no era
andaluzado sino endulzado y que, si no conseguían entenderla es
porque eran unas saborías. En casa, a los tres niños el padre les
hablaba en catalán y la madre en castellano y las criaturas recogían
sin problema las diferencias en sus cerebros vírgenes. Al principio
podía pasar que comenzaran una frase en una lengua y la acabaran en
la otra. Pero luego todos distinguían sin problema entre la llengua
del pare y la lengua de la mamá. Y esa diferencia les parecía la
cosa más natural del mundo, pues diversos eran sus padres en tantas
otras cosas.
Un
día, en medio de esta historia, el Guiu y la Belén se miraron a los
ojos y ambos adivinaron que de los ojos de su pareja pugnaba por
salir una lágrima. Vamos a darnos un buen beso, dijo él; pero no
quiero un beso francés sino andaluz, que me son más sabrosos. Pues
yo tampoco quiero un beso francés sino catalán. Y así anduvieron
morreándose dos o tres minutos hasta que al acabar de morrearse
percibieron ambos que en los ojos del otro no se adivinaba una
lágrima sino que se asomaban cuatro. Y aunque él quiso forzar una
sonrisa y decir “t’estimo”, ella se le adelantó exclamando
como si sonriera: “pos sí que estamos bien; ni cuando el Bernat”…
El
Bernat era el mayor de sus hijos y, a los tres años, había sufrido
una grave enfermedad que exigió bastantes días, primero en la UCI y
luego en el hospital. Los padres, que trabajaban ambos, se habían
repartido el tiempo para pasar parte del día en el trabajo y parte
en el hospital, al lado del niño. Durante todos esos días apenas
pudieron verse ni casi hablar, sólo se encontraban cogidos de la
mano cuando uno llegaba a sustituir al otro, mirando ambos en
silencio hacia el niño y penetrados por una misma preocupación.
Cuando la criatura se curó y pudo regresar a casa, reconocieron los
dos que aquellos días, en que casi no habían podido comunicarse, ni
hacer el amor una sola vez, pese a que su vida sexual era bien
satisfactoria, les habían unido más que toda su temporada anterior.
La nueva sonrisa del niño en casa resultó ser como un parto mucho
más serio porque lo habían sufrido entre los dos.
En
aquellos días duros de hospital habían conocido a Clara, una
periodista argentina ya de cierta edad, que había pasado varios años
refugiada en España junto con su marido, durante la dictadura de
Videla. Tenían una hija casada en Barcelona a la que venían a ver
de vez en cuando tras su retorno a Buenos Aires. Y ahora se
encontraban, ambos en oncología, porque el marido de ella había
sido operado de un cáncer. El Guiu y la Belén recordaban que un día
les había dicho emocionada: “tienen ustedes una sanidad pública
en España que ojalá no la pierdan nunca”. Pues cállese Ud el
elogio por favor, había replicado Guiu: porque allá donde se huelen
buenos bocados siempre aparece la tira de hambrientas bocas
millonarias, no por interés personal, por supuesto, sino para salvar
una perla tan meritoria.
El
dolor compartido hizo nacer entre ambas parejas una amistad tan fácil
como seria. Y ahora se encontraban de nuevo porque el matrimonio
argentino había vuelto a Barcelona dispuestos a llevarse a la hija a
su tierra, aunque fuera secuestrada, vista la amenaza del bombardeo
atómico. En una conversación privada, el Bernat les contó que
estaba dispuesto a ir a inmolarse vivo ante la sede del TPI, para ver
si provocaba un duelo mundial que impidiera la ejecución de
sentencia tan salomónica como bárbara. Belén quería acompañarle,
pero él no quería dejar a los niños totalmente huérfanos y
pensaba que, si ella insistía en ir con él, mejor sería inmolar a
toda la familia. Lo que sí tenía claro es que había que hacer algo
serio y no sabía qué. “Pero m’hijo”, exclamó la amiga. ¿Se
puede saber qué locura se les ha metido a ustedes en la mollera?
“Será locura pero es necesaria” replicaba él. Y si no, dime qué
puedo hacer.
Clara
no durmió aquella noche. Pero a la mañana siguiente su teléfono
móvil llamó a la pareja con tono de marcha triunfal de Aída y les
pidió un encuentro urgente. Veinte minutos después se encontraban
en un reservado de La Camarga que, tras la independencia, se había
vuelto un lugar muy seguro. Clara explicó que ellos eran muy amigos
del papa Francisco: cuando era provincial de los jesuitas en Buenos
Aires les había casado, había bautizado y dado la primera comunión
a su niño. Le habían ido a ver varias veces cuando estaba en
Córdoba y luego le ayudaron mucho cuando era arzobispo de Buenos
Aires. Hacía pocas semanas lo habían visitado en Roma, porque Clara
aún trabajaba a veces como reportera para La
Nación
de Buenos Aires. Y estaba segura de que podría conseguirles una
audiencia privada y pronta. “Francisco está preocupado por lo que
puede pasar en la península ibérica y agradecerá mucho una
información e impresiones de primera mano, porque nunca sabe si la
Curia le escamotea información”…
Por
una vez no hubo trecho del dicho al hecho. Sólo una semana después
Belén y Guiu se encontraban cara a cara con el obispo de Roma. Ambos
consiguieron estar serenos y lúcidos. Francisco que era muy
observador adivinó pronto la ternura que se profesaban. Y les dijo
sonriente que, después de la muerte de Cristo, no tenía ningún
sentido que nadie se inmolara de aquella manera: que una cosa era
entregar la vida y otra darse muerte. “Sí pero ¿qué más podemos
hacer?” preguntó Belén perpleja. Ustedes ya nada; pero ahora me
toca a mí. Mañana anunciaré públicamente que el papa traslada su
sede a la península ibérica. Se armará un cierto revuelo pero
también cambié de domicilio cuando me nombraron arzobispo en Buenos
Aires; les diré que si el vicario de Cristo (como me llaman ellos)
no tiene derecho a decidir dónde fijar su residencia ¿quién va
tener algún derecho? Además, quizá por eso de que Dios escribe
derecho con renglones torcidos y nos ayuda a sacar bienes de los
males, tengo el precedente de la época de Avignon; y si el papa pudo
dejar Roma una vez, por peleas con el rey de Francia, más podrá
hacerlo para evitar un bombardeo atómico. No habrá problemas de
residencia porque sé vivir en cualquier sitio. Tampoco deberá
haberlos en el gobierno de la Iglesia porque, gracias a la
informática, hoy se puede gobernar y deliberar por skype y por
videoconferencia: tanto que ya tenía el proyecto de distribuir la
curia romana en diversas partes del planeta, manteniendo esos
contactos informáticos para todo lo que hiciera falta. “Lo único
que siento es que yo quería haber vuelto a ser el obispo de Roma y
no una especie de obispo universal. Pero eso puede esperar: durante
mucho tiempo mis predecesores, aun estando en Roma, se desentendieron
de su diócesis y nombraban un vicario para ella… De modo que no se
hable más del tema. Lo consultaré con el Señor y con unos amigos
de fiar. Y ustedes, por favor, guárdenme el más absoluto secreto”.
Una
semana después Francisco anunciaba su decisión de trasladar la sede
papal a un lugar de la península ibérica: en concreto a esa zona
casi de nadie entre Cataluña y Aragón, que suelen llamar la Franja,
donde se habla un catalán tapao que algunos, por error, llaman el
lapao.
El
impacto no hace falta contarlo porque es fácil de imaginar: el Wall
Street Journal tachó la decisión papal de marxismo recalentado,
porque los Estados Unidos ya estaban calculando como renovar su
arsenal nuclear una vez gastaran sus bombas atómicas viejas, lo cual
podría ser una auténtica perita en dulce para las industrias del
armamento. Otros diarios y cadenas mundiales no sabían si aplaudirla
por valiente, o desautorizarla como populismo fácil. Pero el hecho
es que el TPI optó por suspender temporalmente la ejecución de su
veredicto salomónico. Sólo temporalmente porque parecía claro que
el papa tenía muchos años y no podría vivir mucho tiempo. Luego ya
se vería.
Aquella
noche sí que disfrutaron la Belén y el Guiu. Y en lo sucesivo a
aquella zona de la Franja se le llamó Macondo: porque parecía
imposible que en un lugar tan intrascendente ocurrieran cosas tan
increíbles.
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