sábado, 3 de mayo de 2014

MACONDO 2

Con la autorización de su autor, introduzco aquí para mis lectores el ingenioso relato de lo que podría ser una sabia decisión. Ha llegado la hora de la Concordia y, por tanto, la oportunidad de la Franja que es la Costura de España donde se salvan las diferencias aproximando a los bordes de ambos lados. Eso es lo que siempre he pensado, y lo que me gustaría ver y celebrar en realidad de verdad.  






MACONDO 2
(José Ignacio González Faus)
A Gabo, esplendor del realismo mágico (abril del 2014).

Ocurrió simplemente lo que se veía venir. Como el gobierno español no autorizaba el referendum que pedían muchos catalanes, disolvióse el Parlament y se convocaron unas elecciones autonómicas, que nacían convertidas en referendum publicitario. Otra vez, como en los tiempos de Pancho López “lo que tenía que pasar, pasó”: CiU todavía bajó unos peldaños más, y ERC logró una justa mayoría absoluta. Nada más tomar el poder, el nuevo President de la Generalitat, declaró de forma unilateral la independencia de Catalunya.
El Gobierno del PP se encontró así ante una de las más difíciles opciones de su andadura: una parte del ejército reclamaba una inmediata intervención armada, al mando del teniente coronel Tejero o de su espíritu. Otro sector de los militares y de la sociedad argüían que, desde que nos hemos vuelto posmodernos, los valores más sólidos como la unidad de la patria se han vuelto líquidos y los ánimos ya no están para grandes relatos ni para correr demasiados riesgos. Además, esa intervención daría a ETA razones para recomponerse y volver al terrorismo; lo cual aún complicaría más las cosas. El general Mellado pensaba que, en su fuero interno, lo que le movía era un imperativo ético de no disparar contra hermanos suyos; pero sabía que de esgrimir ese argumento le tacharían de cobarde, porque en su entorno pensaban que no había más imperativo que el que dictan las narices, dicho sea eufemísticamente. La posmodernidad, con su humilde fin de los grandes relatos, suministraba argumentos tranquilizadores. Pero los tejeros y los tejanos se ponían firmes y amenazaban con dejar sin apoyo al gobierno.
En medio del caos, el Mister Obama y la Frau Merkel avisaron al presidente español que no tolerarían un solo tiro porque ya tenían bastante con una Ucrania. Visto lo cual, los ministros de economía comenzaron a explicar que una guerra, aunque sería muy justa, podría quitarnos los bretes bordes (perdón: los brotes verdes) que nos estaban saliendo. Y hasta, por algún rincón de la España profunda, doña Esperanza que tenía un hijo en edad de ser llamado a filas, confirmaba eso mismo ya más tranquila, aunque dando otra razón: “que yo se lo pedí mucho a san Judas Tadeo que nunca m’ha faltao”.
El hecho es que el gobierno español encontró argumentos y ejemplo en el proceder de Obama, cuando intentaba doblegar a Putin con medidas económicas más que militares. Y en un gran discurso al país proclamó el presidente que su gobierno siempre había hecho “lo que tenía que hacer” por difícil y duro que fuese. Que, por eso, había decidió iniciar inmediatamente el trasvase del río Ebro para dejar a Catalunya sedienta de España. Añadió que esa medida ya debería llevar años en vigor, de no ser por la culpa del anterior gobierno que, tras ganar dudosamente unas lecciones, decidió no ponerla en práctica. Y que a ellos siempre les tocaba corregir los errores del gobierno anterior, lo cual les impedía gobernar como les gustaría.
Para ese trasvase, que se evaluaba en varios miles de millones de euros, era preciso imponer nuevos sacrificios a una sociedad que ya había hecho tantos para salir de la crisis, “precisamente ahora en que comenzábamos a dejarla atrás y los ricos estaban ya creciendo”. Pero el Presidente tenía una gran fe en su pueblo porque sabía que, con Cataluña o sin ella, “somos un gran país”. Y además, gracias a esa gigantesca ingeniería, se iban a crear nuevos puestos de trabajo.
De momento, semejante decisión alarmó a algunas izquierdas desunidas que tenían ya la convicción de que, para el partido en el poder, la mitad más débil de los españoles sólo son tales a la hora de pagar, nunca a la hora de recibir. Pero el discurso de la izquierda fue fácilmente sofocado por el eslogan de buena parte del pueblo que se sentía dispuesta a más sacrificios si eran “pa joder a los catalanes”, más la expectativa de que con ese trasvase se aliviaría la sequía congénita de Murcia, evitando definitivamente conflictos con la región castellano-manchega por las aguas del Tajo. Incluso la Real Academia de la Lengua elaboró un anuncio emitido por RNE la SER y otras varias cadenas, en el que se decía: “Decidir es determinar el uso que de una propiedad va a hacer aquél que la posee. ¿Es el Ebro propiedad de los españoles? Sííí pues que nace en la sierra de Reinosa, provincia de Santander. Por tanto, y hablando en pura democracia: ¿tienen derecho los españoles a decidir lo que van a hacer con las aguas del Ebro? Natural, natural, natural.”
Pero si en este mundo nunca llueve gusto de todos, menos se trasvasa a gusto de todos. El anuncio del Presidente español alarmó y molestó al gobierno de la RI.CAT (República Independiente de Catalunya, como se llamaba el nuevo estado) que no había pensado en cosas de ese tipo, atento como estaba a desprenderse de tantas camisas azules como el agua de nuestro mar imperial, que él veía por todas partes. Por eso, como primera respuesta, Catalunya suprimió la cooficialidad del castellano que acababa de ser proclamada en la nueva república. Ello desató inacabables algaradas movidas por los castellanohablantes y algunos bilingües catalanes, que esgrimían el derecho a decidir en qué lengua habla cada uno, como un derecho democrático fundamental que está por encima de todas las leyes. Pero, para el Govern, semejantes algaradas eran moco de pavo al lado del inmenso problema que podía suponer para Catalunya la falta de agua, a la que algunos añadían la previsión de más incendios forestales en cuanto volviese el verano. Precisamente por aquellos días, Catalunya estaba soportando una de sus sequías clásicas y prolongadas, con los pantanos por debajo del 25% de su capacidad y con la conocida desilusión de que todos los anuncios de lluvia apenas dejaban cinco o seis litros por metro cuadrado en un par de días.
El problema era que la lengua sola servía para cantar el Virolay o Els segadors, pero no arreglaba las sequías ni aunque se la usara para hacer rogativas. Por eso había que actuar rápidamente, y el Govern se veía ante dos opciones: “si no tenemos lluvia tenemos mar”, lo cual significaba llenar toda la costa de plantas desalinizadoras, aunque eso podría dañar al turismo y luego no se sabría muy bien qué hacer con toda la sal quitada al agua. “Ja trovarem la manera de fotrela als castellans” respondían los partidarios de esta alternativa.
La otra opción era afrontar decididamente el trasvase del Ródano, evocado también en épocas pasadas. Ello supondría una negociación con Francia que no iba a ser nada fácil: porque Francia también vivía hundida en crisis económica y su desprestigiado gobierno podría aprovechar la negociación con alguien ahora más débil, para pescar en río revuelto. En cualquier caso, la solución era muy costosa económicamente y otra vez habría que ver de dónde sacar los fondos para ella.
No tienen claro los historiadores por cuál de las dos opciones se decantó aquel Govern. Lo que sí es cierto es que, tratándose de un gobierno de izquierdas, se recurrió en seguida a la solución más ética de gravar impositivamente a las mayores fortunas del país, y hacerlo además de manera considerable, para financiar las medidas a tomar. Pero entonces sucedió lo inesperado más esperable: los Laras y Grifols, los Millets y Montulls, los Laportas y los Díaz-Ferranes catalanes renunciaron inmediatamente a la nueva nacionalidad para reclamar pasaporte y hasta domicilio español o francés. No por falta de patriotismo, entiéndaseles bien, sino al revés: porque a la identidad catalana que ellos habían defendido siempre, pertenece aquello de que “la pela es la pela” y algunos falsos patriotas desfiguraban esa verdad sagrada, como si quisiera decir que la pelea es la pelea. Pero hasta un famoso como Gérad Dépardieu les había dado ejemplo, porque también en Francia vige ese principio tan fundamental de la Modernidad de que “les affaires sont les affaires”. No hay ni que mencionar que inmediatamente fueron recibidos en sus nuevas patrias de adopción, porque, como declaró el jefe del gobierno español, “nosotros siempre hemos sido hospitalarios, digan lo que digan”.
He aquí por qué un gobierno de izquierdas se vio obligado a meter otra vez la tijera en la sanidad, en educación, en los IVAs, en los BIENEs y en los bolsillos de los más pobres que, por vacíos que estuvieran, como eran tantos, pues ya dice el refrán que “muchos amén al cielo llegan”. Y en este caso se trataba de llegar mucho más cerca que del cielo. Simplemente al Ródano.
Y estas son las paradojas que vuelven tan extraña a la historia: al revés de lo ocurrido en años anteriores, el nuevo gobierno catalán de izquierdas se veía inundado de protestas sociales, manifestaciones, huelgas y otras algaradas de ésas que obligan a los ministros de gobernación a cambiar todos sus principios, caso de que los tengan. A la vez, otro gobierno de derechas casi extremas, que estaba poniendo en ejercicio medidas similares o peores a las de Cataluña, para financiar el trasvase del Ebro, se veía libre de tales desórdenes. No precisamente por amor patrio el cual, por grande que sea, casi nunca llega al bolsillo, como también le suele pasar al amor de Dios, sino simplemente por la expectativa de que las aguas trasvasadas abrirían espacio a nuevas prosperidades y, sobre todo, porque había que dar una lección a los catalanes. Ya se sabe que nada une tanto a los hombres, o mejor: la única cosa que realmente los une de veras, es tener un enemigo común, que pueda servir de víctima propiciatoria (o de cabrón emisario para entendernos mejor). Eso que tan lúcidamente demostró Réné Girard. Pues ahora, he aquí que España tenía un enemigo común y Cataluña ya no lo tenía.
Tanto iban enconándose los ánimos que Naciones Unidas decidió convocar una reunión del Consejo de Seguridad para abordar el tema. Pero Catalunya, temiendo una resolución negativa porque la ONU quería acabar pronto con el problema, compró secretamente el veto de Rusia, susurrándole que España, empobrecida por la secesión, buscaba enriquecerse a costa de Rusia, vendiendo a toda Europa el gas que recibía de Argelia. Cuando pasado un tiempo, parecía que semejante amenaza no era demasiado seria, fue Cataluña la que presionó para conseguir una nueva reunión del Consejo de Seguridad. Pero esta vez fue España la que, temiendo que Naciones Unidas aceptase una política de hechos consumados, que es lo único para lo que sirve, compró el veto de China, prometiendo inversiones chinas en terreno español, a las que se garantizaba la exención de todo tipo de normativa social o ecológica…
Ante tamaña inoperancia, la RI.CAT preguntó a la Unión Europea si tenía garantías de poder entrar en Europa, para presentar cuanto antes la solicitud de admisión. La UE atravesaba una época de descrédito entre otras razones por su total incapacidad para conseguir una política exterior común. Por otro lado, temía que una decisión que desagradase a una de las partes en litigio, podría provocar que la parte descontenta denunciase públicamente la hipocresía del ACTI (Acuerdo Trasatlántico de Comercio e Inversiones) que estaba negociando secretamente con Estados Unidos. Ello molestaría mucho al amigo americano después del fracaso anterior del AMI (Acuerdo multinacional de inversiones), cuyas negociaciones hubo que paralizar tras hacerse público, debido a las grandes protestas de la opinión.
Viéndolos en ese dilema, un parlamentario español del PP aconsejó a la Comisión escuchar el coro de doctores de la zarzuela “El rey que rabió”, no sin antes aclarar que ese título no se refería para nada a D. Juan Carlos por los problemas de su yerno con la justicia: pues la tal zarzuela era muy anterior a los disgustos de la otra Zarzuela. Reconoció no obstante que buen parte de culpa en semejantes disgustos la tenía el monarca, por permitir que sus hijos contrajeran matrimonio con gentes plebeyas, y no con miembros de la nobleza o de familias reales. La Comisión europea visionó íntegra esa zarzuela con minúscula y se cuenta que el Sr. Durao Barroso elogió públicamente su sabiduría, alabando las aportaciones hispanas a la cultura universal, tantas veces interesadamente ignoradas.
De acuerdo con ello, la autoridad europea emitió un dictamen minucioso en el que se decía que “juzgando por los síntomas de este berenjenal” y siguiendo la opinión de “doctores sapientísimos que hemos estudiado bien”, Cataluña en la UE podrá entrar o no podrá entrar. Para remachar con firmeza en la conclusión: “de esta opinión, nadie nos sacará: Cataluña puede entrar o no puede entrar”.
La prensa mundial alabó la sabiduría del dictamen que volvía a poner a la UE en la pista de lo que Stephen Zweig calificara, en una obra memorable, como “el legado de Europa”: esa primacía del logos y de la razón sobre las pasiones humanas.
Pero, como a veces sucede en esta vida, donde no hay nada más inoperante que algunas formas de sabiduría, esa decisión hizo que Cataluña se sintiera en un laberinto de Creta, con el minotauro ya muerto y sin saber cómo salir. Pero plenamente convencida, como siempre, de que toda la razón estaba de su parte en la cuestión del trasvase del Ebro, decidió recurrir al Tribunal Penal Internacional, presentando allí una denuncia contra España, no sólo por el tema del agua sino por mil injusticias más que muchos catalanes sabían muy bien, por llevarlas apuntadas en las agendas de sus “smartphones”.
El TPI tenía poco trabajo porque, como Estados Unidos no lo reconocía, más de la mitad de las demandas recibidas quedaban sin poder activarse. Por eso puso manos a la obra en seguida y emitió un dictamen que ha pasado a la historia como el segundo juicio de Salomón. Visto que cada una de las dos partes llevaban tanto tiempo peleándose, sin que hubiera sido posible ni siquiera que se sentasen a hablar en torno a una mesa con unas botellitas de agua mineral, y visto que ambas partes se parecían a las célebres mujeres del juicio salomónico que pretendían ser “la verdadera madre” del niño en litigio, no quedaba más camino que borrar del mapa a entrambos estados o naciones contendientes: por lo cual, ambos serían bombardeados atómicamente a partir de los dos años de emisión de la sentencia para que, en ese lapso de tiempo, quienes quisieran salvar la vida porque no se sentían primariamente ni españoles ni catalanes sino seres humanos, pues tuviesen posibilidad de emigrar a donde pudieran. De este modo, además, la humanidad se desharía de una buena proporción de sus arsenales nucleares que cada día iban siendo más peligrosos porque estaba creciendo la probabilidad de que algún día cayeran en las manos de terroristas incontrolados y talibanes sin cuento, que cada vez pululaban más por el planeta.
También esta decisión fue muy aplaudida por la opinión mundial. Inglaterra se apresuró a declarar que no podría recibir muchos de esos nuevos inmigrantes, porque era una isla de proporciones limitadas. Pero estaba dispuesta a hacerse cargo de todos los tesoros del Prado o de las pinturas románicas de Montjuic, salvándolas así para la humanidad. Para esos tesoros sí que había espacio en el British Museum: y más ahora cuando corrían rumores de que Egipto o Siria iban a reclamar todas sus obras de arte deslocalizadas en aquel museo.
Aquí las crónicas históricas se vuelven también confusas y falta documentación fiable. Pero sostienen muchos historiadores que, como el miedo y la ansiedad han pasado a ser componentes de nuestra modernidad, aparecieron en seguida mafias que avisaban de la conveniencia de huir cuanto antes porque si no, al final, habría un serio peligro de no ser recibidos por la aglomeración inasimilable de refugiados; y quien no se animara a escapar cuanto antes, corría el riesgo de morir en un bombardeo atómico. Lo cual, según testimonio de quienes setenta años antes habían sido víctimas de semejante desgracia, era realmente terrible.
Fue así como muchos celtíberos se vieron dejando la península, unos en yates o embarcaciones personales, otros en barcos de pesca, en lanchas o en pateras incluso, porque sólo los que son previsores pueden garantizarse un futuro. Unos iban en dirección a Lampedusa porque temían no ser recibidos en Ceuta o Melilla por ser catalanes, otros preferían dirigirse al África, tanto en dirección a Marruecos o Argelia como hacia los enclaves hispanos en territorio africano. Pero he aquí que las mismas mafias que los embarcaban habían fundado ya una empresa llamada International Concert (“Ay Sí”, según la pronunciación inglesa de sus iniciales) la cual se encargó de rodear todos los destinos citados con vallas, cuchillas, concertinas y demás elementos simplemente disuasorios, que de ninguna manera pretendían ser violentos sino sólo garantizar el derecho a decidir que tiene cada pueblo sobre quién recibe dentro de sus fronteras.
Todos aquellos países justificaron la medida arguyendo que no les cabían más inmigrantes pero que, para mostrar su buena disposición hacia España y Cataluña estaban dispuestos, siguiendo el ejemplo de Inglaterra, a cobijar todos los tesoros artísticos de ambos países y salvarlos para el futuro de la humanidad. Alemania incluso parece que estaba decidida a trasladar piedra a piedra toda la mezquita de Córdoba y recolocarla en el centro mismo de la Kurfürsterdamm de Berlín. Pero se encontró con que los Estados Unidos habían proyectado ese mismo traslado para colocar la mezquita donde antaño habían estado las llamadas “torres gemelas”, convirtiéndola en un Centro comercial que se llamaría “el Corte cordobés”. De este modo. además, se evitarían definitivamente litigios religiosos en torno a la mezquita.
Parece ser que ambos proyectos requerían mucho más tiempo del que permitía la resolución del TPI y por eso al final, gracias a la ciencia, se consiguió volver inteligentes a las bombas atómicas, de manera que arrasaran toda vida y toda posibilidad vital en la península ibérica respetando, eso sí, todas las ruinas y valores del pasado. Pero sobre este final, se hallan muy divididos los historiadores.
Entre tanto el Guiu y la Belén no sabían qué hacer. Ambos vivían en Barcelona. Él era catalán y ella andaluza. Se habían conocido en Alemania cuando uno de los dos era becario y el otro emigrante. No tenía él ocho apellidos andaluces ni ella ocho apellidos catalanes, pero era una de las parejas más felices de Catalunya porque ambos sabían que el cariño, cuando es verdadero, no tiene más apellido que el de amor y soporta mil apellidos iguales. Ella había aprendido catalán, aunque lo hablaba con tal acento que casi no se la entendía cuando decía “ca vegá” o que “aizó e la política e una dizbauza”. Las amigas le sugerían que mejor hablase castellano porque les era más fácil de entender un castellano andaluzado que un catalán andaluzado. Pero ella seguía hablando lo que le daba la gana, respondiendo a las amigas que “el zeu catalá” no era andaluzado sino endulzado y que, si no conseguían entenderla es porque eran unas saborías. En casa, a los tres niños el padre les hablaba en catalán y la madre en castellano y las criaturas recogían sin problema las diferencias en sus cerebros vírgenes. Al principio podía pasar que comenzaran una frase en una lengua y la acabaran en la otra. Pero luego todos distinguían sin problema entre la llengua del pare y la lengua de la mamá. Y esa diferencia les parecía la cosa más natural del mundo, pues diversos eran sus padres en tantas otras cosas.
Un día, en medio de esta historia, el Guiu y la Belén se miraron a los ojos y ambos adivinaron que de los ojos de su pareja pugnaba por salir una lágrima. Vamos a darnos un buen beso, dijo él; pero no quiero un beso francés sino andaluz, que me son más sabrosos. Pues yo tampoco quiero un beso francés sino catalán. Y así anduvieron morreándose dos o tres minutos hasta que al acabar de morrearse percibieron ambos que en los ojos del otro no se adivinaba una lágrima sino que se asomaban cuatro. Y aunque él quiso forzar una sonrisa y decir “t’estimo”, ella se le adelantó exclamando como si sonriera: “pos sí que estamos bien; ni cuando el Bernat”…
El Bernat era el mayor de sus hijos y, a los tres años, había sufrido una grave enfermedad que exigió bastantes días, primero en la UCI y luego en el hospital. Los padres, que trabajaban ambos, se habían repartido el tiempo para pasar parte del día en el trabajo y parte en el hospital, al lado del niño. Durante todos esos días apenas pudieron verse ni casi hablar, sólo se encontraban cogidos de la mano cuando uno llegaba a sustituir al otro, mirando ambos en silencio hacia el niño y penetrados por una misma preocupación. Cuando la criatura se curó y pudo regresar a casa, reconocieron los dos que aquellos días, en que casi no habían podido comunicarse, ni hacer el amor una sola vez, pese a que su vida sexual era bien satisfactoria, les habían unido más que toda su temporada anterior. La nueva sonrisa del niño en casa resultó ser como un parto mucho más serio porque lo habían sufrido entre los dos.
En aquellos días duros de hospital habían conocido a Clara, una periodista argentina ya de cierta edad, que había pasado varios años refugiada en España junto con su marido, durante la dictadura de Videla. Tenían una hija casada en Barcelona a la que venían a ver de vez en cuando tras su retorno a Buenos Aires. Y ahora se encontraban, ambos en oncología, porque el marido de ella había sido operado de un cáncer. El Guiu y la Belén recordaban que un día les había dicho emocionada: “tienen ustedes una sanidad pública en España que ojalá no la pierdan nunca”. Pues cállese Ud el elogio por favor, había replicado Guiu: porque allá donde se huelen buenos bocados siempre aparece la tira de hambrientas bocas millonarias, no por interés personal, por supuesto, sino para salvar una perla tan meritoria.
El dolor compartido hizo nacer entre ambas parejas una amistad tan fácil como seria. Y ahora se encontraban de nuevo porque el matrimonio argentino había vuelto a Barcelona dispuestos a llevarse a la hija a su tierra, aunque fuera secuestrada, vista la amenaza del bombardeo atómico. En una conversación privada, el Bernat les contó que estaba dispuesto a ir a inmolarse vivo ante la sede del TPI, para ver si provocaba un duelo mundial que impidiera la ejecución de sentencia tan salomónica como bárbara. Belén quería acompañarle, pero él no quería dejar a los niños totalmente huérfanos y pensaba que, si ella insistía en ir con él, mejor sería inmolar a toda la familia. Lo que sí tenía claro es que había que hacer algo serio y no sabía qué. “Pero m’hijo”, exclamó la amiga. ¿Se puede saber qué locura se les ha metido a ustedes en la mollera? “Será locura pero es necesaria” replicaba él. Y si no, dime qué puedo hacer.
Clara no durmió aquella noche. Pero a la mañana siguiente su teléfono móvil llamó a la pareja con tono de marcha triunfal de Aída y les pidió un encuentro urgente. Veinte minutos después se encontraban en un reservado de La Camarga que, tras la independencia, se había vuelto un lugar muy seguro. Clara explicó que ellos eran muy amigos del papa Francisco: cuando era provincial de los jesuitas en Buenos Aires les había casado, había bautizado y dado la primera comunión a su niño. Le habían ido a ver varias veces cuando estaba en Córdoba y luego le ayudaron mucho cuando era arzobispo de Buenos Aires. Hacía pocas semanas lo habían visitado en Roma, porque Clara aún trabajaba a veces como reportera para La Nación de Buenos Aires. Y estaba segura de que podría conseguirles una audiencia privada y pronta. “Francisco está preocupado por lo que puede pasar en la península ibérica y agradecerá mucho una información e impresiones de primera mano, porque nunca sabe si la Curia le escamotea información”…
Por una vez no hubo trecho del dicho al hecho. Sólo una semana después Belén y Guiu se encontraban cara a cara con el obispo de Roma. Ambos consiguieron estar serenos y lúcidos. Francisco que era muy observador adivinó pronto la ternura que se profesaban. Y les dijo sonriente que, después de la muerte de Cristo, no tenía ningún sentido que nadie se inmolara de aquella manera: que una cosa era entregar la vida y otra darse muerte. “Sí pero ¿qué más podemos hacer?” preguntó Belén perpleja. Ustedes ya nada; pero ahora me toca a mí. Mañana anunciaré públicamente que el papa traslada su sede a la península ibérica. Se armará un cierto revuelo pero también cambié de domicilio cuando me nombraron arzobispo en Buenos Aires; les diré que si el vicario de Cristo (como me llaman ellos) no tiene derecho a decidir dónde fijar su residencia ¿quién va tener algún derecho? Además, quizá por eso de que Dios escribe derecho con renglones torcidos y nos ayuda a sacar bienes de los males, tengo el precedente de la época de Avignon; y si el papa pudo dejar Roma una vez, por peleas con el rey de Francia, más podrá hacerlo para evitar un bombardeo atómico. No habrá problemas de residencia porque sé vivir en cualquier sitio. Tampoco deberá haberlos en el gobierno de la Iglesia porque, gracias a la informática, hoy se puede gobernar y deliberar por skype y por videoconferencia: tanto que ya tenía el proyecto de distribuir la curia romana en diversas partes del planeta, manteniendo esos contactos informáticos para todo lo que hiciera falta. “Lo único que siento es que yo quería haber vuelto a ser el obispo de Roma y no una especie de obispo universal. Pero eso puede esperar: durante mucho tiempo mis predecesores, aun estando en Roma, se desentendieron de su diócesis y nombraban un vicario para ella… De modo que no se hable más del tema. Lo consultaré con el Señor y con unos amigos de fiar. Y ustedes, por favor, guárdenme el más absoluto secreto”.
Una semana después Francisco anunciaba su decisión de trasladar la sede papal a un lugar de la península ibérica: en concreto a esa zona casi de nadie entre Cataluña y Aragón, que suelen llamar la Franja, donde se habla un catalán tapao que algunos, por error, llaman el lapao.
El impacto no hace falta contarlo porque es fácil de imaginar: el Wall Street Journal tachó la decisión papal de marxismo recalentado, porque los Estados Unidos ya estaban calculando como renovar su arsenal nuclear una vez gastaran sus bombas atómicas viejas, lo cual podría ser una auténtica perita en dulce para las industrias del armamento. Otros diarios y cadenas mundiales no sabían si aplaudirla por valiente, o desautorizarla como populismo fácil. Pero el hecho es que el TPI optó por suspender temporalmente la ejecución de su veredicto salomónico. Sólo temporalmente porque parecía claro que el papa tenía muchos años y no podría vivir mucho tiempo. Luego ya se vería.
Aquella noche sí que disfrutaron la Belén y el Guiu. Y en lo sucesivo a aquella zona de la Franja se le llamó Macondo: porque parecía imposible que en un lugar tan intrascendente ocurrieran cosas tan increíbles.



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