¿CORRUPCIÓN O CALUMNIA?
Recientemente,
el señor ministro de Cultura, Jorge Semprún, nos ha sorprendido con
unas declaraciones –que son denuncia- contra supuestas
irregularidades cometidas por el dimitido director general de Cinematografía,
Méndez-Leite, y por la todavía directora general del Ente de RTVE,
Pilar Miró. De acuerdo con estas declaraciones, estamos ante unas
prácticas de amiguismo y nepotismo en el ámbito de la
Administración pública. Pero esto es algo que, como escribía El
País en su editorial del día 16 de los corrientes,«debería despejarse, sobre todo por
la significación que tiene para la opinión pública y porque podría
iniciar un sistema de depuración de quienes administran presupuestos
en razón de su cargo». No es la
primera vez que se hacen acusaciones semejantes contra personas
concretas que ostentan cargos públicos de importancia.
Que las
cosas se digan cuando suceden es bueno. Pero que no suceda nada
cuando se dicen, sólo puede significar una de dos: que en este país
se puede calumniar impunemente a los políticos, o que los políticos
pueden cometer impunemente ciertos delitos. En ambos supuestos
tenemos un pésimo síntoma para la salud de la democracia. Con razón
o sin ella -no lo sabemos, y ya va siendo hora de que se
sepa-, en este país se respira un
ambiente malsano y la sospecha de corrupción se extiende y se
consolida en certeza porque no se depuran responsabilidades.
La táctica
de echar tierra encima puede hacer que se olviden algunos escándalos,
pero no puede evitar que se produzcan otros mayores. Tampoco sirve de
nada echarse tierra a los ojos, la obcecación o la política del
avestruz, porque así no se cambia la
realidad ni se modifica la opinión
pública sobre 1a realidad. Menos aún dar como única respuesta la
de los votos, como si éstos no pudieran comprarse o como si la
mayoría obtenida en una cámara de representantes pudiera disipar
por sí misma en la calle la sospecha de que se compran. Una mala
respuesta es peor que ninguna.
Por otra
parte, responder que «ladran, luego cabalgamos» es una insolencia
intolerable. Esto no se lo puede permitir nadie en una democracia, ni
siquiera un político que sea un caballero honesto y éste menos que
nadie. Porque la cabalgadura no es dequien la monta, y los ciudadanos no son
unos perros. ¿O habrá que recordar a estas alturas que «la
soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los
poderes del Estado»?
Los poderes
democráticos no se fundan en la posesión de la verdad por una
minoría elitista, sino en la opinión pública o en lo que tiene por
cierto una opinión pública mayoritaria. Todos los que no
respetan esa opinión socavan los cimientos de un régimen
democrático, y cualquier autoridad pública que se sustraiga al
control de esa opinión es ilegítima. Por tanto, cuando el pueblo
acusa hay que dar explicaciones al pueblo, que es el amo del burro, y
los políticos tienen que apeare para responder ante la opinión
pública y, si procede, ante los tribunales.
Obviamente
no se postula aquí una democracia directa. Pero tampoco nos
referimos a problemas cuya solución pueda remitirse ad calendas
graecas o al veredicto de las urnas. Estamos hablando de
supuestas calumnias contra personas concretas en el desempeño de
cargos públicos o de supuestas corrupciones cometidas por
estas personas. Sea lo que fuere, corrupción o calumnia, el problema
planteado exige una respuesta que no puede aplazarse, a no ser que
nos resignemos a seguir tirando con una democracia de cantamañanas y
corre-ve-y-diles o naveguemos a gusto sobre 1as aguas de la
frivolidad en las naufragan todos los valores de la
convivencia.
Tampoco nos
referimos a los chismes sobre la vida privada de los políticos.
Nadie tiene derecho para entrar a saco en su vida privada. Unas
mismas leyes amparan la intimidad personal y familiar, el honor y la
buena imagen de todos los ciudadanos, sin exceptuar a los políticos. Cuando
éstos se sienten agredidos en su vida privada pueden defenderse, que
lo hagan, pues es su vida y, en principio, su problema. Pero cuando
alguien les acusa en público de que son ellos los que entran a saco
en asuntos públicos, se plantea un problema muy serio en la vida
pública, en un terreno en el que todos y cada uno de los ciudadanos
tenemos el derecho y la obligación de defender el interés general.
Es a eso a lo que nos referimos, a la corrupción en el
desempeño de cargos públicos o a la calumnia contra los
políticos en el desempeño de su cargo. Corrupción o calumnia, da
igual, es un asunto público que concierne a todos y, por eso mismo y
para que la casa no quede sin barrer, corresponde sobre todo al
ministerio fiscal.
Es una pena
que los mismos que se hacen eco de toda clase de escándalos públicos
sean con frecuencia los que aplauden y se quitan el sombrero
-«¡Chapeau!», dicen- ante los políticos que juegan con ventaja y con menos
escrúpulos, como si la política fuera una pelea de gallos y ellos
simples espectadores simples, y horteras, que apuestan por el ganador
que les invita a canapés. Pero sería
mucho más lamentable que un pueblo que sospecha en general de todos los políticos no
hiciera nada en particular para acabar con la corrupción o con las
calumnias. Tales comportamientos demostrarían que tenemos la clase
política que nos merecemos y la misma moral que los políticos a los
que criticamos.
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