domingo, 8 de septiembre de 2013

A PROPÓSITO DE LA CORRUPCIÓN QUE SIGUE

De un artículo publicado el 29.12.88

¿CORRUPCIÓN O CALUMNIA?

Recientemente, el señor ministro de Cultura, Jorge Semprún, nos ha sorprendido con unas declaraciones –que son denuncia- contra supuestas irregularidades cometidas por el dimitido director general de Cinematografía, Méndez-Leite, y por la todavía directora general del Ente de RTVE, Pilar Miró. De acuerdo con estas declaraciones, estamos ante unas prácticas de amiguismo y nepotismo en el ámbito de la Administración pública. Pero esto es algo que, como escribía El País en su editorial del día 16 de los corrientes,«debería despejarse, sobre todo por la significación que tiene para la opinión pública y porque podría iniciar un sistema de depuración de quienes administran presupuestos en razón de su cargo». No es la primera vez que se hacen acusaciones semejantes contra personas concretas que ostentan cargos públicos de importancia. 


Que las cosas se digan cuando suceden es bueno. Pero que no suceda nada cuando se dicen, sólo puede significar una de dos: que en este país se puede calumniar impunemente a los políticos, o que los políticos pueden cometer impunemente ciertos delitos. En ambos supuestos tenemos un pésimo síntoma para la salud de la democracia. Con razón o sin ella -no lo sabemos, y ya va siendo hora de que se
sepa-, en este país se respira un ambiente malsano y la sospecha de corrupción se extiende y se consolida en certeza porque no se depuran responsabilidades.
La táctica de echar tierra encima puede hacer que se olviden algunos escándalos, pero no puede evitar que se produzcan otros mayores. Tampoco sirve de nada echarse tierra a los ojos, la obcecación o la política del avestruz, porque así no se cambia la
realidad ni se modifica la opinión pública sobre 1a realidad. Menos aún dar como única respuesta la de los votos, como si éstos no pudieran comprarse o como si la mayoría obtenida en una cámara de representantes pudiera disipar por sí misma en la calle la sospecha de que se compran. Una mala respuesta es peor que ninguna.
Por otra parte, responder que «ladran, luego cabalgamos» es una insolencia intolerable. Esto no se lo puede permitir nadie en una democracia, ni siquiera un político que sea un caballero honesto y éste menos que nadie. Porque la cabalgadura no es dequien la monta, y los ciudadanos no son unos perros. ¿O habrá que recordar a estas alturas que «la soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado»?
Los poderes democráticos no se fundan en la posesión de la verdad por una minoría elitista, sino en la opinión pública o en lo que tiene por cierto una opinión pública mayoritaria. Todos los que  no respetan esa opinión socavan los cimientos de un régimen democrático, y cualquier autoridad pública que se sustraiga al control de esa opinión es ilegítima. Por tanto, cuando el pueblo acusa hay que dar explicaciones al pueblo, que es el amo del burro, y los políticos tienen que apeare para responder ante la opinión pública y, si procede, ante los tribunales.
Obviamente no se postula aquí una democracia directa. Pero tampoco nos referimos a problemas cuya solución pueda remitirse ad calendas graecas o al veredicto de las urnas. Estamos hablando de supuestas calumnias contra personas concretas en el desempeño de cargos públicos o de supuestas corrupciones  cometidas por estas personas. Sea lo que fuere, corrupción o calumnia, el problema planteado exige una respuesta que no puede aplazarse, a no ser que nos resignemos a seguir tirando con una democracia de cantamañanas y corre-ve-y-diles o naveguemos a gusto sobre 1as aguas de la frivolidad  en las naufragan todos los valores de la convivencia.
Tampoco nos referimos a los chismes sobre la vida privada de los políticos. Nadie tiene derecho para entrar a saco en su vida privada. Unas mismas leyes amparan la intimidad personal y familiar, el honor y la buena imagen de todos los ciudadanos, sin exceptuar a los políticos. Cuando éstos se sienten agredidos en su vida privada pueden defenderse, que lo hagan, pues es su vida y, en principio, su problema. Pero cuando alguien les acusa en público de que son ellos los que entran a saco en asuntos públicos, se plantea un problema muy serio en la vida pública, en un terreno en el que todos y cada uno de los ciudadanos tenemos el derecho y la obligación de defender el interés general. Es a eso a lo que nos referimos, a la corrupción  en el desempeño de cargos públicos o a la  calumnia contra los políticos en el desempeño de su cargo. Corrupción o calumnia, da igual, es un asunto público que concierne a todos y, por eso mismo y para que la casa no quede sin barrer, corresponde sobre todo al ministerio fiscal.
Es una pena que los mismos que se hacen eco de toda clase de escándalos públicos sean con frecuencia los que aplauden y se quitan el sombrero -«¡Chapeau!», dicen- ante los políticos que juegan con ventaja y con menos escrúpulos, como si la política fuera una pelea de gallos y ellos simples espectadores simples, y horteras, que apuestan por el ganador que les invita a canapés. Pero sería mucho más lamentable que un pueblo que sospecha en general de todos los políticos no hiciera nada en particular para acabar con la corrupción o con las calumnias. Tales comportamientos demostrarían que tenemos la clase política que nos merecemos y la misma moral que los políticos a los que criticamos.


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