Tengo para
mí que un alumno debería poder hacer toda clase de preguntas y que
los contenidos de la enseñanza deberían responder a esas preguntas.
Pienso que los programas de estudio deberían confeccionarse desde
las preguntas que hacen los alumnos, entre otras razones porque sólo
somos capaces de aprender aquello por lo que preguntamos o aquello
que nos interesa. El hecho cierto, claro, de que entonces quedarían
muchas preguntas sin responder –por otra parte, como sucede en la
vida misma-, no justifica en absoluto que no se permita hacer
preguntas cuya respuesta el profesor no conoce, o que no tienen
respuesta todavía o que obtienen en el mundo respuestas
contradictorias. Porque éstas son precisamente las preguntas que
humanizan la enseñanza, las que acercan a profesores y alumnos, las
que comprometen a unos y otros en un mismo proceso de aprendizaje
permanente en el diálogo, en el debate, en la investigación.
Una escuela
en la que puedan hacerse toda clase de preguntas es una escuela
abierta, libre, democrática, crítica. Es una escuela que renuncia a
métodos autoritarios, pues en ella siempre cabe la posibilidad de
poner en cuestión las respuestas dadas que no convencen. En dicha
escuela podrían hacerse también -¿por qué no?- preguntas sobre el
hecho religioso, y cabría, por tanto, la enseñanza crítica de la
religión o de la cultura religiosa. No el catecismo o la catequesis,
porque esto es harina de otro costal y supone la fe de los
discípulos. La educación en la fe, la catequesis, concierne a la
comunidad de los creyentes, a la iglesia o confesión que venga al
caso, pero no a la escuela pública y a un Estado aconfesional. Por
eso aquí nos referimos sólo a la enseñanza de la cultura religiosa
y a una educación laica -no laicista-, que debe quedar abierta a la
fe o no-fe de los alumnos debidamente informados sobre el hecho
religioso.
La
educación humana en una escuela pública sólo puede pretender como
último objetivo el pronunciamiento responsable del hombre ante la
realidad. La enseñanza, inserta en ese proceso educativo, debería
orientar a todos los alumnos hacia esa realidad sin escamotear
ninguno de sus aspectos. Pero la realidad es siempre una realidad
interpretada, es «nuestro mundo» y no el «mundo en sí» o fuera
de todo contexto cultural. Apenas habrá nadie que se atreva a negar
que, desde hace dos milenios, el cristianismo ha conformado nuestras
costumbres, ha modulado nuestro lenguaje, ha poblado de imágenes y
de símbolos la fantasía popular y ha llegado a ser una parte
importante del mundo en el que nos movemos, vivimos y somos. En
«nuestro mundo» el que no conoce la Biblia ni por el forro no es un
ateo, o un agnóstico, es simplemente un ignorante. Tanto o más que
el que no ha leído el Quijote o desconoce que Colón descubrió las
Américas. Esto es así, y no hay que bendecir ni maldecir a nadie
por ello. Lo que procede es hacerse cargo críticamente de esta
realidad. Pues el pasado no hay quien lo cambie, y el presente, si
hay que cambiarlo, sólo lo cambiarán los que lo conozcan. Los que
querrían no oír hablar de religión en la escuela no son más
tolerantes que los que desearían seguir catequizando en ella a todos
los españoles.
Desde este
punto de vista no hay razón alguna para que la enseñanza de la
cultura religiosa se convierta en la escuela en una asignatura
optativa. Tampoco para que se imparta bajo control y tutela de la
Iglesia. Menos aun para que se ofrezca como alternativa a la ética o
al contrario, que es lo que ha sucedido hasta ahora con perjuicio
para ésta última. La cultura religiosa y la ética no son materias
intercambiables, ni tan siquiera desde un punto de vista meramente
funcional. Ninguna persona razonable y medianamente culta puede
dispensarse de conocer ambas materias.
Por otra
parte, una escuela que divida a los alumnos según su credo o
ideología -esto es, generalmente según el credo y la ideología de
los padres- no educa para la convivencia democrática. El pluralismo
es algo más que una yuxtaposición de formas de vida incompatibles,
es antes un consenso que una discrepancia. El pluralismo es un
talante y un contenido, comprende todo aquello que nadie debe
discutir en una sociedad democrática precisamente porque es la base
y la condición que nos permite discutir en paz y libertad lo que
queramos. Esa es la única base sobre la que se asienta una enseñanza
pública en una sociedad democrática.
La escuela
debe proporcionar a los alumnos, a todos, una formación ética para
la convivencia. Debe inculcar el respeto mutuo y rechazar cualquier
discriminación por motivos religiosos o ideológicos. En la sociedad
los creyentes no van por la derecha, los ateos por la izquierda y los
agnósticos por la calle de en medio. Unos y otros se atienen a las
mismas reglas de tráfico y, por la cuenta que les trae, procuran
conocer el terreno que pisan. Si la ética es necesaria para conocer
las reglas y saber comportarse, la cultura religiosa puede serlo
para conocer mejor la realidad en la que nos movemos.
24.4.90 [ Así y entonces lo publiqué]
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