sábado, 1 de junio de 2013

CULTURA RELIGIOSA


Tengo para mí que un alumno debería poder hacer toda clase de preguntas y que los contenidos de la enseñanza deberían responder a esas preguntas.

 
Pienso que los programas de estudio deberían confeccionarse desde las preguntas que hacen los alumnos, entre otras razones porque sólo somos capaces de aprender aquello por lo que preguntamos o aquello que nos interesa. El hecho cierto, claro, de que entonces quedarían muchas preguntas sin responder –por otra parte, como sucede en la vida misma-, no justifica en absoluto que no se permita hacer preguntas cuya respuesta el profesor no conoce, o que no tienen respuesta todavía o que obtienen en el mundo respuestas contradictorias. Porque éstas son precisamente las preguntas que humanizan la enseñanza, las que acercan a profesores y alumnos, las que comprometen a unos y otros en un mismo proceso de aprendizaje permanente en el diálogo, en el debate, en la investigación.
Una escuela en la que puedan hacerse toda clase de preguntas es una escuela abierta, libre, democrática, crítica. Es una escuela que renuncia a métodos autoritarios, pues en ella siempre cabe la posibilidad de poner en cuestión las respuestas dadas que no convencen. En dicha escuela podrían hacerse también -¿por qué no?- preguntas sobre el hecho religioso, y cabría, por tanto, la enseñanza crítica de la religión o de la cultura religiosa. No el catecismo o la catequesis, porque esto es harina de otro costal y supone la fe de los discípulos. La educación en la fe, la catequesis, concierne a la comunidad de los creyentes, a la iglesia o confesión que venga al caso, pero no a la escuela pública y a un Estado aconfesional. Por eso aquí nos referimos sólo a la enseñanza de la cultura religiosa y a una educación laica -no laicista-, que debe quedar abierta a la fe o no-fe de los alumnos debidamente informados sobre el hecho religioso.

La educación humana en una escuela pública sólo puede pretender como último objetivo el pronunciamiento responsable del hombre ante la realidad. La enseñanza, inserta en ese proceso educativo, debería orientar a todos los alumnos hacia esa realidad sin escamotear ninguno de sus aspectos. Pero la realidad es siempre una realidad interpretada, es «nuestro mundo» y no el «mundo en sí» o fuera de todo contexto cultural. Apenas habrá nadie que se atreva a negar que, desde hace dos milenios, el cristianismo ha conformado nuestras costumbres, ha modulado nuestro lenguaje, ha poblado de imágenes y de símbolos la fantasía popular y ha llegado a ser una parte importante del mundo en el que nos movemos, vivimos y somos. En «nuestro mundo» el que no conoce la Biblia ni por el forro no es un ateo, o un agnóstico, es simplemente un ignorante. Tanto o más que el que no ha leído el Quijote o desconoce que Colón descubrió las Américas. Esto es así, y no hay que bendecir ni maldecir a nadie por ello. Lo que procede es hacerse cargo críticamente de esta realidad. Pues el pasado no hay quien lo cambie, y el presente, si hay que cambiarlo, sólo lo cambiarán los que lo conozcan. Los que querrían no oír hablar de religión en la escuela no son más tolerantes que los que desearían seguir catequizando en ella a todos los españoles.

Desde este punto de vista no hay razón alguna para que la enseñanza de la cultura religiosa se convierta en la escuela en una asignatura optativa. Tampoco para que se imparta bajo control y tutela de la Iglesia. Menos aun para que se ofrezca como alternativa a la ética o al contrario, que es lo que ha sucedido hasta ahora con perjuicio para ésta última. La cultura religiosa y la ética no son materias intercambiables, ni tan siquiera desde un punto de vista meramente funcional. Ninguna persona razonable y medianamente culta puede dispensarse de conocer ambas materias.

Por otra parte, una escuela que divida a los alumnos según su credo o ideología -esto es, generalmente según el credo y la ideología de los padres- no educa para la convivencia democrática. El pluralismo es algo más que una yuxtaposición de formas de vida incompatibles, es antes un consenso que una discrepancia. El pluralismo es un talante y un contenido, comprende todo aquello que nadie debe discutir en una sociedad democrática precisamente porque es la base y la condición que nos permite discutir en paz y libertad lo que queramos. Esa es la única base sobre la que se asienta una enseñanza pública en  una sociedad democrática.

La escuela debe proporcionar a los alumnos, a todos, una formación ética para la convivencia. Debe inculcar el respeto mutuo y rechazar cualquier discriminación por motivos religiosos o ideológicos. En la sociedad los creyentes no van por la derecha, los ateos por la izquierda y los agnósticos por la calle de en medio. Unos y otros se atienen a las mismas reglas de tráfico y, por la cuenta que les trae, procuran conocer el terreno que pisan. Si la ética es necesaria para conocer las reglas y saber comportarse, la cultura religiosa puede serlo  para conocer mejor la realidad en la que nos movemos.

24.4.90 [ Así y entonces lo publiqué]

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