jueves, 4 de abril de 2013

Sobre el agua, la sed y...



Ilustre Claustro de Profesores

Señoras y señores.

Con mucho gusto he aceptado la invitación a participar en este solemne acto académico. ¿Cómo podía negarme? Es un placer, un honor y una responsabilidad, claro, pero es para mí sobre todo un refrigerio y un baño de juventud que les agradezco. El tema es el agua, la sed y otros valores inmateriales. Evoco a Tales de Mileto, paso por la Ilustración, reivindico el derecho humano al agua potable y brindo por un mundo mejor. Espero no defraudarles.


EL AGUA  LA SED Y OTROS VALORES INMATERIALES





Hay sueños de la noche y sueños del día. Los sueños de la noche son los que tenemos cuando estamos dormidos. Los del día los que no nos dejan dormir. Los de la noche hay que interpretarlos, pero los sueños que tenemos durante el día son para realizarlos. Decía Ernst Bloch que los mitos antiguos son como los sueños de la noche en la historia de la humanidad y las utopías como los sueños de la humanidad cuando está despierta.

El paraíso perdido es un mito. La vuelta al paraíso, una ilusión. Y la utopía, el mundo mejor que presiente como posible la esperanza que trabaja: la que crea expectativas aquí al orientarse más allá del horizonte actual. Esa esperanza no está a la espera: hace camino al andar, cambia la situación y amplía el horizonte al caminar. No es la resignación, pero se llama también la paciencia.

La filosofía comenzó interpretando los mitos que se contaban desde la noche de los tiempos sin pararse a pensar. La visión estupefacta de los fenómenos de la naturaleza y en especial de los meteoros; la visión religiosa de la naturaleza, pagana y propagada, cantada y celebrada por vates y adivinos; y el recurso a los mitos por toda explicación, cedió poco a poco a la reflexión y al discurso de los sabios antiguos que formularon las primeras "teorías racionales" sobre la naturaleza. Los jonios se preguntaron cómo es posible la unidad de tanta diversidad (el universo) y el orden (el cosmos) a pesar de los cambios, y qué es lo que hay en el fondo de todas las cosas. Sólo así, suponiendo un principio común, pensaron que podían explicar la naturaleza en su conjunto. Tales de Mileto ( 624-546) supuso que ese principio era el agua. Platón nos cuenta que Tales de Mileto, a quien Aristóteles llamó padre de la filosofía, andaba embebido en esas cavilaciones cuando se cayó en un hoyo y provocó la risa de una muchacha tracia. Lo que se ha recordado a menudo a los filósofos como un mal augurio par toda su tribu.

Las cosmologías presocráticas documentan la transición de la astrología supersticiosa a la especulación filosófica y de la mitología a la metafísica. En la historia del pensamiento y de la cultura occidental se ha llamado a este proceso "ilustración filosófica", la primera, pues la segunda pertenece ya a la Edad Moderna.

La filosofía que nació en la Jonia en contacto con la naturaleza, se hizo adulta y urbana en Atenas. Los nuevos filósofos, los sofistas, que vivían ya en la ciudad, dejaron de pensar en las "cosas divinas" o naturales que no hicieron los hombres para ocuparse solo del mundo de la vida cotidiana y de las cosas humanas. El paradigma de ese mundo fue para ellos la ciudad. Y la democracia ateniense el marco político de una nueva situación intelectual caracterizada por el abandono de la antigua sabiduría y la introducción de nuevos saberes: las técnicas, que no consistían ya en saber qué son las cosas sino en saber hacer cualquier cosa que pueda ser hecha por los hombres; por ejemplo, discursos. De la antigua sabiduría los sofistas retuvieron solo, como "opiniones" autorizadas, las sentencias de los sabios para construir sus discursos. Ellos fueron precisamente maestros en esa técnica, en la retórica, y la enseñaron a los jóvenes atenienses. Otras técnicas eran la medicina, la estrategia, la arquitectura, etc. También Sócrates dejó en suspenso la sabiduría antigua. Pero a diferencia de los sofistas se retiró de la vida pública y de la retórica (1) no para desentenderse de la política y de la ciudad como un idiota, sino para reflexionar sobre ella y sobre sí mismo:

"Por su parte Sócrates no discurría sino de asuntos humanos, estudiando qué es pío y qué es impío; qué es lo justo y qué lo injusto; qué es lo sensato; qué es el Estado y qué el gobernante; qué es mandar y quién el que manda; y, en general, acerca de todo aquello cuyo conocimiento estaba convencido de que hacía a los hombres perfectos y cuya ignorancia los degradaba con razón haciéndolos esclavos" (2)

Sócrates inauguró así una nueva sabiduría: la sabiduría de la vida o la ética como sabiduría. Y eso es lo que enseñó: no a hacer carrera o a buscarse la vida, no una técnica, ni oficio ni profesión alguna, ni siquiera una ciencia tal como hoy se entiende. Enseñó a los jóvenes a vivir humanamente, les enseñó a vivir de pie en el mundo de la vida y no como esclavos.

La ilustración filosófica dejó de ser desacralización de la naturaleza y pasó a ser, en Sócrates, ilustración del mundo de la vida y de la vida humana en su propio mundo: conocimiento de sí mismo (escuchando el oráculo de Delfos: "conócete a ti mismo") y del espacio habitado (el ethos, que significó primero el hábitat y después los hábitos o costumbres del lugar) para saber vivir humanamente entre los seres humanos. La filosofía se hizo en Sócrates una forma de vida y su vida su mejor libro, el único que escribió. Frente a la metafísica su ética fue filosofía práctica. Y frente a las técnicas, precursoras de la ciencia moderna, una forma nueva de sabiduría.

La ilustración filosófica en su más amplio sentido, entendida como interpretación crítica de los mitos, es decir, de lo que se venía contando sin pararse a pensar lo que se contaba, se repetía y se celebraba en los ritos o seguía solo por inercia en las costumbres; pero también de todo lo que se enseñaría de generación en generación, o se impartiría como materia asignada, administrada, ya fuera doctrina oficial o lección académica, escolástica o de escuela, presocrática o no, y de toda tradición traicionada, muerta, en la que ya no se vive en conciencia... Esa ilustración filosófica, digo, no se detuvo después de dar apenas los primeros pasos, vacilantes, en la Jonia de Tales de Mileto. No se detuvo en la cosmología de los sabios antiguos, después de sustituir a los dioses del paganismo por los elementos de la naturaleza. Ni en la metafísica de Platón, que limpió los elementos de la naturaleza de espíritus o demonios asociados y sustituyó con las Ideas a los dioses del Olimpo.

En los albores de la Modernidad aquella sabiduría especulativa y práctica, "fámula" de la teología en la Edad Media y entonces renacida, emancipada, a la que siguió la tropa de las ciencias modernas, se convirtió en heraldo de la razón autónoma para cuantos no soportaban ya vivir bajo tutela en un mundo hecho por los hombres en nombre de Dios. La humanidad que entró en la historia por inspiración cristiana, se hizo cargo de su destino y se emancipó no ya de la madre naturaleza sino también de la "santa madre iglesia" y de una tradición estabilizada, enrocada, y percibida ya como un escándalo que le impedía progresar. Y la Cristiandad saltó en pedazos. Los primeros triunfos de esta segunda ilustración, la que hizo época en el "siglo de las luces", se celebraron a medida que la luz de la razón se difundió como nuevo evangelio y la escuela sustituyó a la iglesia en la educación de los pueblos. El checo Juan Amós Komenski vio en la escuela y en la pedagogía humanista el camino de salvación que conduce a la paz perpetua: La via de la luz (1641) como tituló su obra más conocida. No obstante parece ser que la primera escuela pública, popular y gratuita de Europa la fundó ya en 1597, en el Trastevere de Roma, "para gloria de Dios y utilidad del prójimo", nuestro patrón San José de Calasanz. Pero como era de esperar, la escuela laica de la Ilustración entraría en conflicto con las "escuelas pías".

Somos animales salidos de la naturaleza, que no ha reservado un nicho ecológico a nuestra especie. Y como expósitos de la naturaleza, estamos expuestos a la historia. Somos animales enfermos, no firmes, sin acabar y líquidos si os place, pero no sólidos, animales que viven en la historia y comprometen en su historia el agua y la naturaleza entera. Vivimos en una tradición, en una cultura, en el mundo de la vida cotidiana, y nadamos en él: nadie está en la ribera del río que le lleva, pero ese mundo en el que hemos nacido y que viene de lejos no es un mundo acabado y puede ir a más o a menos y cambiar su cauce. No somos un barco a la deriva ni un tronco idéntico a sí mismo en la riada. Somos también el río y el barco que gobernamos. "Todo pasa", decía Heráclito el oscuro, pero hay que tener claro que la historia no pasa sin nosotros. Por eso somos responsables de las decisiones históricas que tomamos en un mundo posmetafísico, poscrisitano, posmarxista,

poscapitalista acaso, en un mundo mundial y posmoderno, en el que apenas queda otra sabiduría que la ética como filosofía práctica o camino por el que apostar si queremos vivir y enseñar a vivir humanamente a las generaciones futuras. Por otra parte nunca como hoy, en el cenit de nuestra hybris, hemos crecido tanto en saber hacer cualquier cosa para sobrevivir y dominar la naturaleza. Somos una especie con éxito, tanto que corremos el riesgo de morir de éxito. Hemos crecido en edad, en número, en peso, en volumen y estatura, gracias a la ciencia moderna, pero no en sabiduría y en virtud. Hemos crecido una barbaridad y, por tanto, monstruosamente. Hemos aumentado en cantidad hasta llegar a un desarrollo insostenible. Hemos crecido sin conocimiento según la carne y hemos adelgazado peligrosamente en el espíritu. En los países más desarrollados se añade ya a la obesidad mórbida la anorexia espiritual.

Acostumbrados a maltratar todas las cosas como objetos al alcance de la mano, a usar y abusar de ellas, a manejarlas, el hombre ha caído en sus propias manos y se ha convertido en depredador de sí mismo. Ha dejado de ser lo que debería ser: "fin en sí y nunca un medio", como quería Kant. Y corre el riesgo de convertirse en el final de todo: en un fin en sí y para sí en el peor de los sentidos, que es en el que el individuo se degrada y degrada a todos los demás en simples medios. Llegados al fin de la historia, ¿regresa el hombre a la naturaleza? No puedo creer que el "homo erectus" regrese a la condición de "homo curvatus". No puedo pensar en el fin del humanismo, no puedo imaginar un mundo en el que la educación, fracasada, ceda el paso a la crianza y a la doma de un tipo de hombre terminal que se reproduzca a mogollón. No lo quiero, y no lo creo.

El hombre es el pastor del ser, no una oveja entre las ovejas ni una cosa más entre las cosas. Todo lo que hay en el mundo nos concierne y reclama de nosotros una atención y un cuidado. La naturaleza también, pero no como es en sí o de suyo sino como es para nosotros y en nosotros. Pues somos sujetos frente a ella y, por tanto, nos concierne como paisaje, como tierra habitada y cultivada, como medio ambiente y fuente de recursos para la vida. Pero también en nosotros, pues somos cuerpo y estamos aquí: en ella y ella en nosotros, pero a la vez frente a ella y ella con nosotros. Somos la reflexión y la conciencia de la naturaleza y ésta nuestro espejo natural: como el agua en la que nos miramos y encontramos. Tomamos conciencia y sabemos de nosotros, como sujetos, al saber de los objetos. Y nos hacemos cargo de nuestra vida si nos respetamos a nosotros mismos y cuidamos de las cosas que vemos y en las que nos vemos. Aunque el hombre, bien mirado, solo se ve en los ojos que le miran: en sus semejantes. Y es en esa situación: en el diálogo y la convivencia, cara a cara, donde advertimos la diferencia entre quien y quien como personas (3) Y es así, pero aquí, en el mundo que compartimos, donde existimos, nos hacemos cargo de la existencia y tomamos conciencia de la responsabilidad, también compartida, que tenemos de las cosas del mundo y del mundo de la vida donde hallamos estas cosas.

En un interesante prólogo, apasionado, a la segunda edición de La esencia del Cristianismo (1843) escribe Ludwig Feuerbach:

"Mantengo una distancia abismal de aquellos filósofos que para pensar mejor con su cabeza se arrancan los ojos de la cara; yo necesito los sentidos para pensar, sobre todo los ojos, fundo los pensamientos en los materiales a los que accedemos gracias a los sentidos, no engendro el objeto a partir del pensamiento sino al contrario... Soy idealista únicamente en filosofía práctica, es decir, en ese campo no considero que los límites del hombre actual o del pasado sean límites definitivos de la humanidad (...) La idea es para mi nada más que la fe en el futuro histórico de la humanidad, en la victoria de la verdad y de la virtud, de modo que solo tiene un significado político y moral; pero a diferencia de Hegel, que afirma justamente lo contrario, en la filosofía teórica propiamente dicha soy realista o materialista en el sentido expuesto" (4)

La filosofía especulativa cuando no se fija en las cosas como son, pierde peso y contenido, se aleja en el aire de la abstracción y se disipa como las nubes en el mundo de las ideas. Reivindico los ojos para ver las cosas, y en este sentido soy también materialista o realista en filosofía especulativa e idealista en filosofía práctica, es decir, en ética y en política. Como Feuerbach, pero con matices. No me basta mirarme en los ojos que me ven, ni en el agua como Narciso. Necesito ver la mirada de los otros y verme en su mirada, y mirar con ellos en la misma dirección hacia

valores más altos. Porque necesito -necesitamos, eso es lo que pienso- ver con otros la realidad y pensarla a la luz de esos valores o ideales sin dejar de sentirla y sentirnos sumergidos en ella. Para que la realidad en la que nos bañamos, el curso del agua, sea comprendido por el discurso de la razón.

Los ideales o valores supremos son como estrellas que vemos pero no tocamos. Kant los llamó principios o ideas regulativas. A la luz de estos valores conocemos el justo valor de todo lo que vale aquí abajo en el mundo de la vida, tanto de los valores materiales como de los inmateriales, y hasta del mundo real en que vivimos.

Los derechos humanos representan una proclamación aproximada de estos ideales y valores supremos que amanecen para toda la humanidad. Bajo esos valores, fundamento y firmamento de la convivencia humana, aparecen los otros más cercanos y tangibles. A la luz de los derechos humanos, principios morales con vocación política y jurídica, todas las cosas del mundo de la vida deberían ser consideradas y tratadas conforme a la importancia y a la urgencia de lo que deben ser. Pero ser idealista en moral y, sobre todo, en política, no es alejarse de la realidad y apostar contra ella: es mirar con otros y escuchar a otros sin prejuicios, es ver lo que debe ser y puede ser todavía sin cerrar los ojos a lo que es aunque nunca debiera haber sido. Cuando un filósofo no se encuentra con otros en el mundo de la vida tratando las cosas de este mundo con sus semejantes, se encuentra perdido también como sujeto realmente existente. El extravío es inevitable cuando el que mira evita mirar, especialmente, la mirada de los pobres.

Pero hablemos del agua en el mundo de la vida cotidiana y pensemos un poco en lo que no se piensa cuado se da por sabido. Vengo de un mundo que ya no existe. Cuando era niño no teníamos red de agua en el pueblo. Hasta los años cincuenta del siglo pasado nada de nada, solo en las acequias, en los caños o chorradores donde se llenaban los cántaros y en el abrevadero de las mulas pero ni un grifo en las casas. Nos decía el maestro que "el agua corriente no mata a la gente". Y los niños de la escuela bebíamos del botijo y éste de la acequia, y la acequia del río. Y a veces a morro, como salvajes, libres, desnudos, apartando la glera en el cauce del río con las manos, bajo el sol implacable y la mirada invisible de un dios invisible, distraídos de una madre solícita que lavaba la ropa, de rodillas, aguas abajo del tollo donde nadábamos. Ni siquiera habíamos oído hablar del cloro; sí, de la "lejía del conejo", del sifón y de la "gaseosa de la Samaritana". Pero en general bebíamos agua, solo agua, y en verano algunas veces agua de limón, que era lo mismo que el agua del Matarranya pero con limón de Xerta. En aquel tiempo y en aquel mundo pedías agua y te daban un vaso de agua en el bar y te la daban, oye, o cogías tu mismo el botijo del mostrador ¿Agua de calidad? Distinguíamos solo entre el agua potable y el resto, que podía ser salobre, blanda o agua sucia, y podía estar eso sí más o menos fresca. Algo habíamos oído de otras aguas: medicinales y milagrosas, pero no eran de nuestro mundo y había que traerlas de lejos o ir a tomarlas. El agua de cada día era el agua de botijo. Vino después el agua corriente a domicilio, que había que pagar y se pagaba, como ahora, pero que se podía beber y se bebía hasta que llegó la de botella. El agua no era todavía un problema en aquel mundo, acaso el agua de riego, pero no el agua en general, ni la tierra, ni el aire... No teníamos aún preocupaciones ecológicas, y ni siquiera se había inventado la palabra ecología. El mundo en el que nací ya no existe.

El mundo de la vida cotidiana es un mundo obvio mientras se vive en él y un problema cuando ya no se puede vivir. Ese mundo no es cuestionable en su conjunto, pero sí en parte, por tramos, como el río en el que nadamos y del que sacamos la cabeza para respirar: no lo vemos todo, ni lo juzgamos todo pero sí en parte. Si hoy pensamos en el agua o pensamos más que antes será por el cambio climático, por la contaminación de los ríos, porque nos falta, porque les falta a otros y hay niños que se mueren de sed, porque se vende cara... y porque todo eso nos da que pensar. Y si decimos hoy, como se dijo en la Expo, que el agua es vida será porque ya no lo tenemos claro y el agua se nos ha convertido en un problema.

El agua es vida, bien. ¿Pero de qué estamos hablando? ¿del agua dulce? ¿del agua que quita la sed? ¿del agua de riego? ¿acaso del agua que anega a los pueblos? ¿del mar en el que naufragan los inmigrantes? ¿de la lluvia? ¿del diluvio universal? ¿de las aguas de abajo o de las aguas de arriba?¿del agua sucia o del agua que limpia? ¿del agua brava? ¿del agua oxigenada? ¿de los

balnearios? ¿o acaso del agua bendita? Porque el agua es elemento, alimento, medicina, espejo natural, un medio que separa y une a los pueblos, una fuente de energía, un recurso, una mercancía, un símbolo. ¿Y para qué sirve la sed? Porque esa es otra:

"Bueno es saber que los vasos,

sirven para beber;

lo malo es que no sabemos,

para qué sirve la sed"

(A. Machado)

Se dice que el agua es vida porque se necesita para vivir. Vale. Pero entonces habría que decir también que el aire es vida, que la tierra es vida y que el fuego es vida. Puede que alguno piense que el agua es vida porque del agua viene la vida, él sabrá por qué lo dice. Tendrá sus razones, pero dudo mucho que piense aún como Tales de Mileto. Puede que se quiera decir que el agua es vida porque hay agua en todos los seres vivos y, en el cuerpo humano, hasta el sesenta por ciento de su propio peso. Pero no nos confundamos, ni la vida humana se reduce a los medios de vida ni la persona se resuelve en los elementos de la naturaleza. No somos pura química. Hay en nosotros un exceso inmaterial, preguntas que no responde la ciencia y una sed insaciable. No solo de agua sino de sangre, de venganza, de justicia, de vivir, de amar y ser amados, de belleza, de verdad, sed de Dios o del diablo. Y de todas formas algo que nos hace excesivos, anormales, inquietos, inestables, sin asiento ni acabado, animales que se buscan y se exceden en la búsqueda: animales sedientos, insatisfechos. Somos agua - o, mejor, barro cocido- y un soplo del espíritu que se cierne sobre las aguas.

Y en este sentido el agua, como todos los elementos de la naturaleza y todas las cosas del mundo, es buena si la sed es buena. Quiero decir que el agua es buena en la medida en que se oriente al bien común, y que es vida cuando la usamos y comprometemos en una historia que nos aproxime a la convivencia humana como debe ser. Pero el agua corrompida por la sed insaciable de dinero ya no es vida sino muerte.

La calidad de la sed es por tanto lo que importa, antes que la del agua, y es la escasez de la buena voluntad y de los buenos deseos, del coraje, del ánimo, de la moral, de la fuerza moral, la causa de la sequía: de la ausencia de valores espirituales y de bienes materiales, de justicia y de agua potable. En la Tierra no falta agua. Lo que falta es la buena voluntad en nuestro mundo. Por eso hay océanos de amargura, porque apenas hay en el mundo unas gotas de buena voluntad. Y por eso el agua llega pronto al mercado y tarde a su destino natural. Pero el agua es vida si no nos quita las ganas de vivir, si alimenta la sed de convivencia. Es vida cuando se comparte y no se niega al sediento, y deja de serlo cuando se degrada en simple mercancía.

Hay una antropología sedentaria y una antropología nómada. Lo mismo que hay culturas asentadas junto a los grandes ríos y otras sin asiento en los desiertos. Las culturas hidráulicas, o del agua, han aprendido a utilizarla como recurso y se han enriquecido, pero no siempre han aprendido a valorarla y han hecho con el agua su huerto y su vedado. Han puesto la vida en casa y han pensado que existir es estar, durar, sobrevivir, donde se está. Han confundido la esperanza con las expectativas razonables, han querido comprarla y asegurar la vida a todo riesgo. Pero la esperanza no se compra. Si pudiera comprarse ya no la tendrían los pobres. Pero no se puede, y por eso tienen aún esperanza los que no tienen expectativas. De la misma manera que tienen sed, y derechos, los que no tienen agua porque la llevan a su molino quienes pueden comprarla.

Las culturas nómadas en cambio han aprendido a estimar el agua en lo que vale, han soñado despiertos en el agua, han hecho del agua una utopía y un camino de la sed. Viven en el desierto, que es como el mar, y la sed el viento para navegar. Estos nómadas piensan y viven en la travesía, y celebran todos los días un comienzo. No ignoran que son mortales, pero saben que han nacido para comenzar y no para morir. Y creen que no les faltará una fuente en el camino mientras no les falte la sed de convivencia. Son hospitalarios. Acogen la realidad y la llevan consigo. La levantan.

Necesitamos una nueva cultura del agua y de la sed. No un culto al agua. Necesitamos una nueva cultura que aprecie el valor del agua y saque del mercado el agua potable. Una cultura que reconozca el valor inapreciable del agua de calidad, la mejor de todas, la que se comparte. Una

nueva cultura y una nueva política del agua que reconozca el acceso al agua potable como un derecho humano fundamental y un deber, no menos humano y fundamental, en el cuidado del agua. El culto al agua es pura arqueología, pero el descuido del agua es un mal augurio de lo último que nos puede pasar: sobre ese descuido cabalga ya uno de los tres jinetes del Apocalipsis.

Pero una vez satisfecha la sed del agua y asegurado el acceso de todos al agua de calidad, importa la sed de justicia. Más que la casa el camino, y el deseo más que la satisfacción, y la esperanza más que las expectativas. Importa la buena voluntad, y el corazón sin perder la cabeza, y el coraje, y el ánimo sin perder el alma, y el hambre de lo que no tiene precio.

"Nuestras vidas son los ríos que van a dar al mar, que es el morir..." Pero mientras tanto tenemos que nadar en el río que nos lleva. Sabiendo que pase lo que pase en nuestro mundo, en el río que nos lleva, la vida que llevamos no está escrita y nadie debería abandonarse a la corriente. Por eso importa saber nadar: bucear hasta el fondo con el corazón y la mente, con la razón y los sentidos, con emoción e inteligencia, y subir para respirar, y bracear, y no dejarse llevar.

Sabiendo que las cosas son como son y sin hacerse ilusiones. En el prólogo a la primera edición de la obra citada, L. Feuerbach recuerda que "el agua fría aclara la vista" y recomienda a los ilusos un tratamiento de "hidroterapia espiritual"; es decir, un baño hasta las cejas en el mundo de la vida para que vean las cosas con realismo. En cambio a los que viven de la ilusión de los otros y de su propia apariencia, a los ilusionistas, les echa un jarro de agua fría y les dice que son "como los sifilíticos que no tienen cura en los balnearios". Pues no aman la verdad, ni la buscan (5) Incurable es también "la ciencia que trafica libremente hasta llegar a la verdad, lo mismo que los navegantes del Rin hasta llegar al mar donde les para la policía" Solo los que aman la verdad, la buscan, y los impertinentes la dicen cuando la encuentran. Pero los que no la aman ni la buscan, si acaso se topan con ella en la desembocadura de su investigación, la ignoran y comienzan a hablar un lenguaje "políticamente correcto" (6)

Este filósofo que describe con realismo lo que es - quiero decir, lo que era aquella sociedad burguesa de "etiqueta" y "apariencia" (7) en la Alemania del siglo XIX -, lo corriente, es el mismo que se confiesa idealista en política y en moral, como dijimos, y el que recomienda el bautismo de inmersión a los ilusos de buena fe: no para hundirse en la realidad y con ella, sino para salir de ella y con ella a mejor vida. Porque puede ser aún lo nunca visto y dejar de ser lo que siempre ha sido, para que sea lo que debe ser. Lo que será si se mojan los que piensan y piensan los que se mojan. Y no será si no hay más que narcisos encantados en la contemplación de su imagen en el agua, ilusos medrosos que tampoco se mojan, ni piensan, e ilusionistas que piensan sólo en vivir de la ilusión de los otros. Nada puede comenzar con su ayuda.

Es Hannah Arendt la que ha escrito en su libro, La condición humana, que "somos mortales pero que no nacemos para morir sino para comenzar" (8) y que ese es el mensaje de Navidad: que el Niño, y cada niño que nace es un comienzo, y que en los niños que nacen está la salvación del mundo (9)

Con ese espíritu navideño, anticipando la fiesta, quiero brindar con todos vosotros –y en especial con los titulados y maestros de la última promoción- por lo que en vosotros comienza. Porque otro mundo es posible, porque todos los días son buenos para comenzar y porque necesitamos levantar el corazón y ponerlo a la altura de lo que es justo y necesario. Brindemos por la utopía a la altura de los ojos. He dicho, muchas gracias.

Notas

1. - Zubiri, Xavier, "Sócrates y la sabiduría griega", en Historia, Naturaleza y Dios, 2ª edición, Madrid 1951, páginas 149-218.

2. - Jenofonte, Memorables I, 1, 11-17

3. - Frente a las cosas advertimos sólo la diferencia entre alguien y algo, somos en general un sujeto ante un objeto. Superada la filosofía de la conciencia, la razón cabal es el diálogo: palabra y pensamiento, y el sujeto realmente existente una persona en el mundo de la vida.

4.- Feuerbach, Ludwig, Das Wesen des Christentums, Philipp Reclam, Stuttgart 1984, p. 19s. Traducción propia.

5. - Ibídem, p. 11 s. Este prólogo a la primera edición termina con las siguientes palabras: "La hidroterapia espiritual no tiene nada que decir a estos individuos frívolos y hedonistas. Porque solo el que prefiere el espíritu sencillo de la verdad al espíritu hipócrita de estetas de pacotilla, solo el que encuentra hermosa la verdad y fea la mentira, es digno de recibir y está capacitado para recibir el santo bautismo de inmersión en el agua"

6. - Ibídem p 15s, en el prólogo a la 2ª edición.

7. - Ibídem, p.14s.

8. - Arendt, Hannah, La condición humana, traducción de R. Gil Novales. Ed. Paidós, Barcelona-Buenos Aires- México,1993, p. 265.

9. - Ibídem, p.266.

Conferencia pronunciada en la Facultad de Educación de la Universidad de Zaragoza (28,11,2008)

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